por Temístocles Ortega Narváez
viernes, 14 de noviembre de 2008
viernes, 14 de noviembre de 2008
Claro, todo el mundo puede hacer con su vida lo que quiera, hacer uso como le venga en gana del derecho fundamental al libre desarrollo de la personalidad, siempre que ello no afecte derechos de terceros.
Mucho más con su dinero, que puede dilapidar si a bien tiene, o por avaricia o necesidad intentar multiplicarlo hasta con irresponsabilidades o jugarlo de cualquier manera angustiosamente sin detenerse en el riesgo, máxime si empezando el juego las cosas le pintan bien como para desechar toda advertencia.Todo esto y seguramente mucho más se puede hacer en el marco de los derechos y deberes que reconoce e impone el Estado. Pero definitivamente a quien no se le puede justificar la acción u omisión en el cumplimiento de sus deberes es al propio Estado. Y lo ocurrido con los ahorradores defraudados por las llamadas pirámides financieras, bien podría aterrizar en el escenario de las responsabilidades del Estado como consecuencia de la omisión en el cumplimiento de sus funciones de control y vigilancia de actividades perfectamente delimitadas normativamente, máxime cuando no solamente han sido prohibidas, sino elevadas a la categoría de delito.Porque el argumento de que no existían prueba sobre estas claras actividades de captación de recursos del público, ni normas para impedirlo es absolutamente falaz. Las normas sí existen y desde hace años y el hecho mismo tuvo características de notorio.
De modo que no haberlo fiscalizado debidamente hasta suspenderlo y terminarlo, por vulnerar claras disposiciones legales que lo prohibían, es una clara omisión estatal, que contribuyó a incrementar la confianza en una operación “legalmente permitida” y a la grave defraudación del patrimonio de centenares de miles de necesitados, ingenuos o ambiciosos ahorradores.La omisión estatal cobra aún mayor soporte cuando últimamente se ha sabido que desde el pasado fin de semana los autores de la defraudación advirtieron mediante comunicado público la imposibilidad de cumplir sus compromisos financieros, sin que ello motivase la intervención oportuna de las entidades estatales como era su deber. Como los afectados son innumerables ciudadanos del montón, ni pensar en operaciones de salvamento oficial como sí ocurre con las crisis del sector financiero.
Lo que es pensable es acudir al derecho como herramienta siempre al alcance de todos los mortales.