Alexander Buendía A.
albuendi@hotmail.com Popayán — Colombia
Cofradía
por: ALEXANDER BUENDÍA ASTUDILLO
Generalmente aparece cuando menos la esperamos. Es más, a veces hace su entrada triunfal porque pensamos que su arribo es como la cura de un viejo mal. Incluso –los devotos más fervientes– se atreven a celebrar con regocijo su llegada pues los antiguos y conocidos síntomas van cambiando como si se tratase, en efecto, del antídoto esperado para la vieja enfermedad, según algunos, ya decadente.
No es más que un sueño, una ilusión pasajera, en los mejores casos, o el espejismo colectivo que muchos quieren creer a pesar de que las evidencias indiquen todo lo contrario. La peste entra y sencillamente convive con los otros males, con los añejos y con los más recientes. Y cuando entra, quiere quedarse… a veces, para siempre.
La peste tiene una capacidad asombrosa para mimetizarse, esconderse detrás de los organismos aparentemente sanos y salir avante después de los controles de rigor. Los análisis más exhaustivos –generalmente los externos– no es capaz de burlarlos y por eso los evita. Cuando se trata de síntomas es absolutamente moldeable; es capaz de mostrarse “saludable” para simular que nada pasa o de intervenir y molestar en lo más sensible con tal de logar un efecto secundario que sin duda termina favoreciéndola.
Sus consecuencias demoledoras no se ven a corto plazo, pero en el mediano y largo sí, ¡y mucho!, aunque a veces ha logrado enquistarse tanto que aquello que a todas luces es una llaga maloliente que supura, hay quienes la contemplan como un fluido normal que no afecta a nadie o que simplemente es un efecto secundario –colateral, dirían otros– que demuestra que el viejo mal está “en las últimas”. Los más optimistas –o cínicos– dirán que se trata de “un mal menor”, que bien vale la pena padecer con tal de librarse del “mal mayor”.
Lo peor es que la peste no se queda allí… ¡muta! Se transforma lentamente y crea nuevas y peores calamidades, elimina los anticuerpos y destruye la capacidad de raciocinio, generalmente nubla la vista, ensordece y estimula la amnesia. Así es la peste, nada de lo que trae es positivo; todo es, más bien, falso.
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martes, diciembre 16, 2008
miércoles, octubre 15, 2008
Trámites bancarios
COFRADÍA
Alexander Buendía Astudillo
Los intereses, la tasa, el monto, la cuota, el plazo, los abonos, los atrasos…. Éstos son sólo algunos de los términos a los que nos enfrentamos cuando nos vemos en la necesidad de pedir un préstamo bancario. Se trata de una jerigonza técnica que tenemos que repasarla una y otra vez para intentar comprender tan solo un poco. Al final terminamos descifrando que un crédito siempre implica pagar mucho más de lo que nos prestan, y no entendemos muy bien cómo es eso de que al principio siempre se pagan más intereses y muy poco capital.
Pero la jerigonza financiera es solamente una parte de todo el berenjenal por el que hay que pasar. A ella hay que sumarle el papeleo correspondiente: el codeudor, la garantía, las firmas, los certificados, las fotocopias, los contratos, los formularios y los pre-estudios, entre otros. Viéndolo así, es una gran prueba de paciencia y de experticia en tramitología.
Pero, sin que esto sea suficiente, hay que tratar con los funcionarios de rigor. Los hay de todo tipo y calaña: desde aquellos que sonríen y buscan la manera de colaborar en todo y suministrar la información completa y veraz, para que el proceso sea menos traumático; hasta los antipáticos, que en vez de prestar un buen servicio y hacer bien su trabajo —por el que, dicho sea de paso, les pagan— pareciera que hicieran una obra de caridad de mala gana. No sólo hay que lidiar con ellos, hay que padecerlos y hasta aguantar malos tratos… menos mal, estos son una minoría.
Ahora bien, una vez pasada esta etapa previa hay que sortear los trámites adicionales: la cuenta, la consignación, el seguro, el retiro, los impuestos, la liquidación, la legalización, etc. Con todo, el proceso —que bien puede durar un par de meses—, implica una lista de tareas que deben cumplirse al pie de la letra y en los plazos estipulados; de ello depende que el dinero esté a tiempo para que el negocio se cierre en las fechas previstas.
Francamente es una pequeña maratón para la cual hay que contar con tiempo libre, amigos disponibles, socios comprensivos, familiares generosos y, sobre todo, unas buenas dosis de calma, perseverancia y resignación.
abuendia@unicauca.edu.co
Alexander Buendía Astudillo
Los intereses, la tasa, el monto, la cuota, el plazo, los abonos, los atrasos…. Éstos son sólo algunos de los términos a los que nos enfrentamos cuando nos vemos en la necesidad de pedir un préstamo bancario. Se trata de una jerigonza técnica que tenemos que repasarla una y otra vez para intentar comprender tan solo un poco. Al final terminamos descifrando que un crédito siempre implica pagar mucho más de lo que nos prestan, y no entendemos muy bien cómo es eso de que al principio siempre se pagan más intereses y muy poco capital.
Pero la jerigonza financiera es solamente una parte de todo el berenjenal por el que hay que pasar. A ella hay que sumarle el papeleo correspondiente: el codeudor, la garantía, las firmas, los certificados, las fotocopias, los contratos, los formularios y los pre-estudios, entre otros. Viéndolo así, es una gran prueba de paciencia y de experticia en tramitología.
Pero, sin que esto sea suficiente, hay que tratar con los funcionarios de rigor. Los hay de todo tipo y calaña: desde aquellos que sonríen y buscan la manera de colaborar en todo y suministrar la información completa y veraz, para que el proceso sea menos traumático; hasta los antipáticos, que en vez de prestar un buen servicio y hacer bien su trabajo —por el que, dicho sea de paso, les pagan— pareciera que hicieran una obra de caridad de mala gana. No sólo hay que lidiar con ellos, hay que padecerlos y hasta aguantar malos tratos… menos mal, estos son una minoría.
Ahora bien, una vez pasada esta etapa previa hay que sortear los trámites adicionales: la cuenta, la consignación, el seguro, el retiro, los impuestos, la liquidación, la legalización, etc. Con todo, el proceso —que bien puede durar un par de meses—, implica una lista de tareas que deben cumplirse al pie de la letra y en los plazos estipulados; de ello depende que el dinero esté a tiempo para que el negocio se cierre en las fechas previstas.
Francamente es una pequeña maratón para la cual hay que contar con tiempo libre, amigos disponibles, socios comprensivos, familiares generosos y, sobre todo, unas buenas dosis de calma, perseverancia y resignación.
abuendia@unicauca.edu.co
lunes, octubre 13, 2008
El temblor
COFRADÍA
Alexander Buendía Astudillo
Últimamente sucede con mucha frecuencia que la ciudad vibra, pero no en sentido metafórico sino bien literal: los guardarropas se estremecen, las puestas ronronean, las repisas golpean con furor las paredes, los libros se desplazan en las bibliotecas, y hasta los tejados mugen… cuando esto pasa, días después, con el primer aguacero, aparecen las goteras.
El tableteo constante de vidrios, escaparates, porcelanas, cuadros y lámparas se ha vuelto una constante en nuestras vidas. Cuando este “fenómeno” empezó a ser más notorio —hace ya varios meses— mi mente se trasladó a la mañana del 31 de marzo de 1983. Claro, la intensidad no era tal para considerar esos reiterados movimientos como un terremoto pero bien podrían clasificarse en la categoría de temblor.
Popayán tiembla, y todos los días y a toda hora, pero especialmente cuando los vehículos transitan por sus calles. Estas “pobres” están en tal mal estado que sus fisuras se han vuelto gritas y hasta “fallas geológicas”, pues no hay otra forma de explicar cómo el tránsito de un auto repercuta hasta en los entrepaños de una repisa.
Sí, lamentablemente nuestras calles cada día se convierten más en trochas que hasta para los peatones son un peligro… los huecos —que crecen sin parar— tienden a volverse fosas, las grietas se alargan, los parches en el pavimento (ah! ilusa solución) se deterioran con más frecuencia y las obras y soluciones no se ven por ningún lado.
No hay calle en la ciudad que se salve, todas parecen llenas de cicatrices… y todos tienen su cuota de responsabilidad: se las perfora para cambiar los tubos de agua, de alcantarillado, para cambiar las redes eléctricas, telefónicas, para clavar los postes del cable y hasta para las redes del gas. Y cada perforación se hace por separado. Así, no hay ninguna calle que presente buen semblante: una fisura aquí, un remiendo allá, en fin; la capa asfáltica está muy deteriorada, a tal punto, que las vías parecen una colcha de retazos mal cosida. Y a este panorama, triste y de desamparo, ahora hay que sumarle el temblor permanente.
Cada vez que todo se estremece en mi apartamento, me pregunto ¿cuándo parará de temblar? ¿Quién va a hacer algo? ¿Hasta cuándo tenemos que padecer este “sismo” sin pausa?
abuendia@unicauca.edu.co
Alexander Buendía Astudillo
Últimamente sucede con mucha frecuencia que la ciudad vibra, pero no en sentido metafórico sino bien literal: los guardarropas se estremecen, las puestas ronronean, las repisas golpean con furor las paredes, los libros se desplazan en las bibliotecas, y hasta los tejados mugen… cuando esto pasa, días después, con el primer aguacero, aparecen las goteras.
El tableteo constante de vidrios, escaparates, porcelanas, cuadros y lámparas se ha vuelto una constante en nuestras vidas. Cuando este “fenómeno” empezó a ser más notorio —hace ya varios meses— mi mente se trasladó a la mañana del 31 de marzo de 1983. Claro, la intensidad no era tal para considerar esos reiterados movimientos como un terremoto pero bien podrían clasificarse en la categoría de temblor.
Popayán tiembla, y todos los días y a toda hora, pero especialmente cuando los vehículos transitan por sus calles. Estas “pobres” están en tal mal estado que sus fisuras se han vuelto gritas y hasta “fallas geológicas”, pues no hay otra forma de explicar cómo el tránsito de un auto repercuta hasta en los entrepaños de una repisa.
Sí, lamentablemente nuestras calles cada día se convierten más en trochas que hasta para los peatones son un peligro… los huecos —que crecen sin parar— tienden a volverse fosas, las grietas se alargan, los parches en el pavimento (ah! ilusa solución) se deterioran con más frecuencia y las obras y soluciones no se ven por ningún lado.
No hay calle en la ciudad que se salve, todas parecen llenas de cicatrices… y todos tienen su cuota de responsabilidad: se las perfora para cambiar los tubos de agua, de alcantarillado, para cambiar las redes eléctricas, telefónicas, para clavar los postes del cable y hasta para las redes del gas. Y cada perforación se hace por separado. Así, no hay ninguna calle que presente buen semblante: una fisura aquí, un remiendo allá, en fin; la capa asfáltica está muy deteriorada, a tal punto, que las vías parecen una colcha de retazos mal cosida. Y a este panorama, triste y de desamparo, ahora hay que sumarle el temblor permanente.
Cada vez que todo se estremece en mi apartamento, me pregunto ¿cuándo parará de temblar? ¿Quién va a hacer algo? ¿Hasta cuándo tenemos que padecer este “sismo” sin pausa?
abuendia@unicauca.edu.co
domingo, octubre 12, 2008
“Por eso le digo”
COFRADÍA
Alexander Buendía Astudillo
En una de las secuencias más divertidas de la película “La gente de la Universal”, de Felipe Aljure, se repite la frase con que se titula esta columna. Se trata de una señora desesperada que intera de hacer diversos trámites y en todas partes donde acude encuentra una buena excusa para no ser atendida; la envían de un lugar para otro como si se tratara de una pelota de ping pong. Su diligencia se posterga casi indefinidamente después de una serie de explicaciones aparentemente coherentes pero en definitiva inútiles, pues no dan solución alguna a su problema.
Ese “por eso le digo”, parece ser una constante cuando nos vemos en la engorrosa necesidad de realizar un trámite de cualquier índole. Los funcionarios que deben atendernos son unos expertos para “explicar” lo que debemos hacer. Según ellos, se trata de algo “sencillo” que los ciudadanos debemos realizar simplemente porque “así lo dice el sistema”, y acto seguido miran la pantalla de su computador y señalan con su dedo… “mire, aquí está.
Y como ciudadanos, que no comprendemos los vericuetos de la burocracia corporativa, quedamos sin entender, por ejemplo, porqué nos cobran una cuota que nunca supimos que debíamos pagar, o por qué debemos anexar un certificado que nunca nos han pedido formalmente o hacer firmar de quién sabe quién tal o cual documento.
Y cuando preguntamos por un por qué razonable y sensato, aparece de nuevo la bendita frase… “por eso le digo”. Que vaya, que traiga, que vuelva, que pague, que no es aquí, ni allá, ni conmigo. Lo peor es que, generalmente, cuando aparece la frase en los labios de algún funcionario, eso implica pérdida de tiempo, o de plata, o de ambas, para quien debe hacer la diligencia. Hay que llenar un formulario aquí, solicitar información allá, preguntar en aquella otra oficina y sólo después de cuatro o cinco vueltas adicionales podemos, quizá, quitarnos “el chicharrón” de encima.
Pero cuando nos parece que se trata de un cobro injusto o de una vuelta inoficiosa y pedimos hablar con alguien de mayor jerarquía, los rostros palidecen, las voces se enmudecen y el tartamudeo aparece. Frases como “no sé”, o “eso no es conmigo, yo sólo cumplo órdenes”, se vuelven recurrentes cuando preguntamos ante quién podemos hacer un reclamo por el mal servicio o la información deficiente. Claro que lo grave no es el silencio, lo grave es que la solución no se da y el problema permanece sin resolverse.
abuendia@unicauca.edu.co
Alexander Buendía Astudillo
En una de las secuencias más divertidas de la película “La gente de la Universal”, de Felipe Aljure, se repite la frase con que se titula esta columna. Se trata de una señora desesperada que intera de hacer diversos trámites y en todas partes donde acude encuentra una buena excusa para no ser atendida; la envían de un lugar para otro como si se tratara de una pelota de ping pong. Su diligencia se posterga casi indefinidamente después de una serie de explicaciones aparentemente coherentes pero en definitiva inútiles, pues no dan solución alguna a su problema.
Ese “por eso le digo”, parece ser una constante cuando nos vemos en la engorrosa necesidad de realizar un trámite de cualquier índole. Los funcionarios que deben atendernos son unos expertos para “explicar” lo que debemos hacer. Según ellos, se trata de algo “sencillo” que los ciudadanos debemos realizar simplemente porque “así lo dice el sistema”, y acto seguido miran la pantalla de su computador y señalan con su dedo… “mire, aquí está.
Y como ciudadanos, que no comprendemos los vericuetos de la burocracia corporativa, quedamos sin entender, por ejemplo, porqué nos cobran una cuota que nunca supimos que debíamos pagar, o por qué debemos anexar un certificado que nunca nos han pedido formalmente o hacer firmar de quién sabe quién tal o cual documento.
Y cuando preguntamos por un por qué razonable y sensato, aparece de nuevo la bendita frase… “por eso le digo”. Que vaya, que traiga, que vuelva, que pague, que no es aquí, ni allá, ni conmigo. Lo peor es que, generalmente, cuando aparece la frase en los labios de algún funcionario, eso implica pérdida de tiempo, o de plata, o de ambas, para quien debe hacer la diligencia. Hay que llenar un formulario aquí, solicitar información allá, preguntar en aquella otra oficina y sólo después de cuatro o cinco vueltas adicionales podemos, quizá, quitarnos “el chicharrón” de encima.
Pero cuando nos parece que se trata de un cobro injusto o de una vuelta inoficiosa y pedimos hablar con alguien de mayor jerarquía, los rostros palidecen, las voces se enmudecen y el tartamudeo aparece. Frases como “no sé”, o “eso no es conmigo, yo sólo cumplo órdenes”, se vuelven recurrentes cuando preguntamos ante quién podemos hacer un reclamo por el mal servicio o la información deficiente. Claro que lo grave no es el silencio, lo grave es que la solución no se da y el problema permanece sin resolverse.
abuendia@unicauca.edu.co
sábado, octubre 11, 2008
La mezquindad
COFRADÍA
Alexander Buendía Astudillo
A veces no parece, o no quisiéramos que fuese, pero así es. Cundo menos la esperamos, aparece la mezquindad merodeando nuestras vidas. Se aproxima lenta, “como no queriendo la cosa”, como hiena al acecho. Eso es, como hiena, pues quienes la encarnan fingen un gesto que se confunde con una sonrisa, pero es apenas una manera sutil de mostrar sus dientes sin que parezca un ataque.
Siempre se acerca aprovechando las sombras, bien sea de la ausencia, de la compinchería o del poder; en todo caso, siempre de una forma velada, con escudos de cobardía. A veces sucede que rodea y rodea hasta dar el zarpazo, en otras ocasiones el golpe es intempestivo, pero nunca frentero.
Por lo general, la mezquindad apela a una memoria retroactiva medianamente eficiente, digo medianamente porque es fácil evidenciar que se trata de una memoria selectiva, muy acomodaticia y con una temporalidad algo extraña. En todo caso, siempre recurre a alguna evocación al pasado para estorbar el presente o intentar bloquear el futuro.
Es curioso ver cómo la mezquindad se mueve en los tiempos. Sin duda, el futuro es su mayor molestia, por eso opera en el presente para desmontarlo, pero siempre recurriendo al pasado con una actitud implacable.
Sus agentes son múltiples, desde aquellos que ostentan el poder temporalmente hasta quienes balbucean diciendo que no les interesa pero hacen de todo para alcanzarlo, menos trabajar. Y operan de múltiples maneras, generalmente a través de confabulaciones, intrigas y hasta complots. Muchas veces de forma velada, con mala intención e incluso, apelan a emisarios. Pero, sobre todo, la mezquindad se especializa en la intriga, en sembrar la duda, en el comentario venenoso e inoportuno, en la pregunta recurrente cuando ya se conoce la respuesta, en hurgar, no para encontrar la verdad sino el error.
Lo mejor es apartarse de su camino y de sus engendros, cederle el paso sin confrontar demasiado, terminan siendo peleas dañinas y a veces eternas; en ocasiones también pueden resultar victorias, pero pírricas, así que no valen la pena. Eso sí, nunca se debe renunciar a la verdad, a la razón ni a la fuerza de los argumentos; tampoco es pertinente bajar la vista, ni la guardia. Quien mezquina difícilmente puede sostener la mirada, por eso es conveniente estar observando, con paciente silencio, sin desmesuras, sin alteraciones, sin afanes. Al fin y al cabo la mezquindad merodea permanentemente y no se rinde con facilidad.
abuendia@unicauca.edu.co
Alexander Buendía Astudillo
A veces no parece, o no quisiéramos que fuese, pero así es. Cundo menos la esperamos, aparece la mezquindad merodeando nuestras vidas. Se aproxima lenta, “como no queriendo la cosa”, como hiena al acecho. Eso es, como hiena, pues quienes la encarnan fingen un gesto que se confunde con una sonrisa, pero es apenas una manera sutil de mostrar sus dientes sin que parezca un ataque.
Siempre se acerca aprovechando las sombras, bien sea de la ausencia, de la compinchería o del poder; en todo caso, siempre de una forma velada, con escudos de cobardía. A veces sucede que rodea y rodea hasta dar el zarpazo, en otras ocasiones el golpe es intempestivo, pero nunca frentero.
Por lo general, la mezquindad apela a una memoria retroactiva medianamente eficiente, digo medianamente porque es fácil evidenciar que se trata de una memoria selectiva, muy acomodaticia y con una temporalidad algo extraña. En todo caso, siempre recurre a alguna evocación al pasado para estorbar el presente o intentar bloquear el futuro.
Es curioso ver cómo la mezquindad se mueve en los tiempos. Sin duda, el futuro es su mayor molestia, por eso opera en el presente para desmontarlo, pero siempre recurriendo al pasado con una actitud implacable.
Sus agentes son múltiples, desde aquellos que ostentan el poder temporalmente hasta quienes balbucean diciendo que no les interesa pero hacen de todo para alcanzarlo, menos trabajar. Y operan de múltiples maneras, generalmente a través de confabulaciones, intrigas y hasta complots. Muchas veces de forma velada, con mala intención e incluso, apelan a emisarios. Pero, sobre todo, la mezquindad se especializa en la intriga, en sembrar la duda, en el comentario venenoso e inoportuno, en la pregunta recurrente cuando ya se conoce la respuesta, en hurgar, no para encontrar la verdad sino el error.
Lo mejor es apartarse de su camino y de sus engendros, cederle el paso sin confrontar demasiado, terminan siendo peleas dañinas y a veces eternas; en ocasiones también pueden resultar victorias, pero pírricas, así que no valen la pena. Eso sí, nunca se debe renunciar a la verdad, a la razón ni a la fuerza de los argumentos; tampoco es pertinente bajar la vista, ni la guardia. Quien mezquina difícilmente puede sostener la mirada, por eso es conveniente estar observando, con paciente silencio, sin desmesuras, sin alteraciones, sin afanes. Al fin y al cabo la mezquindad merodea permanentemente y no se rinde con facilidad.
abuendia@unicauca.edu.co
miércoles, octubre 08, 2008
Insomnio

COFRADÍA
Alexander Buendía Astudillo
Cruel y devastador resulta el insomnio. Las noches en vela, lejos de ser productivas y de representar horas extras de trabajo, se convierten en un “tiempo muerto” desesperante que genera angustia, desolación e impotencia. El tic tac del reloj sólo anuncia que el descanso nocturno se escapa en cada segundo y que el sueño se escurre en una huída permanente.
Durante las noches en vela los sentidos se agudizan y hasta el menor ruido parece una algarabía que retumba en la cabeza. La respiración se agita, el corazón galopa, los intestinos crujen, los músculos se tensan, la imaginación deambula como loca pero los párpados no caen. La única certeza es la oscuridad densa y el aire quieto que acompaña el transcurrir del tiempo.
El insomnio desespera a quienes lo padecen, pues el contar ovejas, los remedios caseros, los ejercicios de relajación y hasta la mala programación de la televisión de madrugada son insuficientes. ¿Qué hacer entonces cuando las vueltas en la cama se tornan monótonas y la angustia por estar activo el día siguiente se convierte la peor tortura?
Las ideas van y vienen en busca de respuestas pero nada llega, menos el sueño. Nada se aclara, excepto la noche que poco a poco le va cediendo paso al amanecer. La claridad de la mañana próxima se anuncia con el cantar de los gallos y el trinar de los primeros pájaros. A lo lejos, quizá, ruja un motor solitario que deja su eco en las frías y solitarias calles. La ciudad empieza a despertar… y el insomne no ha logrado dormir.
Las horas en vela son lentas y desesperantes, aburridas al punto del delirio pero también vacías y carentes de ideas brillantes, irremediablemente el insomne se enfrenta a lo peor de su soledad. Sólo cuando por fin está llegando el sueño es que el tiempo se acelera, los minutos corren y el descanso se torna muy fugaz. El temor por el insomnio y la ansiedad por querer dormir no generan más que tensiones y zozobra permanentes… ¿qué hacer para conciliar el sueño? ¿Cómo despertarse a tiempo y no sucumbir ante el cansancio matutino? ¿Cómo escapar al terror del desvelo?
Para quien padece de insomnio, la cortés frase de desear buenas noches deja de ser un buen deseo para convertirse en la antesala de un sufrimiento lento y prolongado, y, lo peor, muchas veces inevitable. Paradójicamente, el suplico del insomnio sólo cesará después varias horas, justo cuando ya está llegando la hora de ponerse en pie.
abuendia@unicauca.edu.co
Alexander Buendía Astudillo
Cruel y devastador resulta el insomnio. Las noches en vela, lejos de ser productivas y de representar horas extras de trabajo, se convierten en un “tiempo muerto” desesperante que genera angustia, desolación e impotencia. El tic tac del reloj sólo anuncia que el descanso nocturno se escapa en cada segundo y que el sueño se escurre en una huída permanente.
Durante las noches en vela los sentidos se agudizan y hasta el menor ruido parece una algarabía que retumba en la cabeza. La respiración se agita, el corazón galopa, los intestinos crujen, los músculos se tensan, la imaginación deambula como loca pero los párpados no caen. La única certeza es la oscuridad densa y el aire quieto que acompaña el transcurrir del tiempo.
El insomnio desespera a quienes lo padecen, pues el contar ovejas, los remedios caseros, los ejercicios de relajación y hasta la mala programación de la televisión de madrugada son insuficientes. ¿Qué hacer entonces cuando las vueltas en la cama se tornan monótonas y la angustia por estar activo el día siguiente se convierte la peor tortura?
Las ideas van y vienen en busca de respuestas pero nada llega, menos el sueño. Nada se aclara, excepto la noche que poco a poco le va cediendo paso al amanecer. La claridad de la mañana próxima se anuncia con el cantar de los gallos y el trinar de los primeros pájaros. A lo lejos, quizá, ruja un motor solitario que deja su eco en las frías y solitarias calles. La ciudad empieza a despertar… y el insomne no ha logrado dormir.
Las horas en vela son lentas y desesperantes, aburridas al punto del delirio pero también vacías y carentes de ideas brillantes, irremediablemente el insomne se enfrenta a lo peor de su soledad. Sólo cuando por fin está llegando el sueño es que el tiempo se acelera, los minutos corren y el descanso se torna muy fugaz. El temor por el insomnio y la ansiedad por querer dormir no generan más que tensiones y zozobra permanentes… ¿qué hacer para conciliar el sueño? ¿Cómo despertarse a tiempo y no sucumbir ante el cansancio matutino? ¿Cómo escapar al terror del desvelo?
Para quien padece de insomnio, la cortés frase de desear buenas noches deja de ser un buen deseo para convertirse en la antesala de un sufrimiento lento y prolongado, y, lo peor, muchas veces inevitable. Paradójicamente, el suplico del insomnio sólo cesará después varias horas, justo cuando ya está llegando la hora de ponerse en pie.
abuendia@unicauca.edu.co
sábado, abril 26, 2008
AUTONOMIA

por Alexander Buendía
En días pasados llegó a mis manos —quizá tardíamente— uno de los últimos libros que escribiera Paulo Freire, aquel pedagogo brasileño que tan bellamente ha escrito sobre educación y que tanto ha iluminado la práctica docente de miles y miles de maestros en toda América Latina. Se trata de “Pedagogía de la autonomía”, un hermoso texto que puede ser considerado como el legado intelectual de toda la postura y apuesta política de Freire. Y puede considerarse como tal porque habla —desde lo filosófico, desde lo epistemológico y desde lo científico— sobre lo que significa enseñar y cómo este proceso sólo es posible si se complementa con el aprendizaje. Para Freire la enseñanza es una profesión mayor y aprender es construir.
Freire plantea que la enseñanza posee unas dimensiones sociales, históricas, políticas y éticas, y por tanto les habla a los maestros sobre lo que éstos deben saber y sobre lo que deben hacer en su práctica docente. Propone toda una ruta a seguir para lograr una educación liberadora que propugne por la igualdad, por la transformación social y por constituir una sociedad más incluyente y democrática. Pero no se trata de una tarea que nos deja, es más bien una meta por conseguir, un camino por dónde transitar.
Sin duda, la postura de Freire puede ser considerada como utópica e idealista, pero qué bueno encontrarse con posturas así cuando tanto se habla de la autonomía en la educación pero poco se pone en práctica. Con frecuencia invocamos la autonomía para defender posturas poco autónomas y hasta autoritarias… ¡Qué paradoja y qué contradicción! Freire le apuesta a otra cosa, a la posibilidad de cambiar gracias a la educación y a la posibilidad de que la educación contribuya con el cambio social que necesitamos con urgencia.
Ojalá que aquellos que tanto usan el término “autonomía” —hasta el cansancio y el desgaste— tomasen un tiempo para revisar las propuestas de Freire, y ojalá tuvieran también la sensatez y la coherencia de cambiar sus posturas… o, por lo menos, su léxico.
Freire plantea que la enseñanza posee unas dimensiones sociales, históricas, políticas y éticas, y por tanto les habla a los maestros sobre lo que éstos deben saber y sobre lo que deben hacer en su práctica docente. Propone toda una ruta a seguir para lograr una educación liberadora que propugne por la igualdad, por la transformación social y por constituir una sociedad más incluyente y democrática. Pero no se trata de una tarea que nos deja, es más bien una meta por conseguir, un camino por dónde transitar.
Sin duda, la postura de Freire puede ser considerada como utópica e idealista, pero qué bueno encontrarse con posturas así cuando tanto se habla de la autonomía en la educación pero poco se pone en práctica. Con frecuencia invocamos la autonomía para defender posturas poco autónomas y hasta autoritarias… ¡Qué paradoja y qué contradicción! Freire le apuesta a otra cosa, a la posibilidad de cambiar gracias a la educación y a la posibilidad de que la educación contribuya con el cambio social que necesitamos con urgencia.
Ojalá que aquellos que tanto usan el término “autonomía” —hasta el cansancio y el desgaste— tomasen un tiempo para revisar las propuestas de Freire, y ojalá tuvieran también la sensatez y la coherencia de cambiar sus posturas… o, por lo menos, su léxico.
sábado, febrero 23, 2008
Blanca, otra vez
COFRADÍA
Por: Alexander Buendía Astudillo
La Semana Santa se acerca, es evidente. De otra forma no se explicaría cómo hay tanto movimiento de ornato en el centro de la ciudad. Cada año es igual, una ola de cal blanca empieza a cubrir las centenarias paredes de nuestra colonial Popayán. De repente, en pocos días, los huecos del centro desaparecen, las fachadas de las casas se enlucen, se señalizan las vías, se arreglan los imperfectos y el verde del parque Caldas es más verde y el blanco de las paredes más blanco.
Por estos días, decenas de obreros desfilan con escaleras, andamios, baldes de pintura, brochas, rodillos y espátulas, todo para que la ciudad quede “digna de recibir a los ilustres turistas que nos visitarán en los días de la Semana Mayor. Su labor es incansable, y es admirable! Sólo que tales niveles de eficiencia y dedicación apenas se ven en esta época: algunos trabajan en las noches y los fines de semana en las tarde. Su rapidez para dejar todo blanco y limpio no tiene precedentes.
Pero no se trata sólo de pintura, también la ciudad empieza ponerse más limpia y ordenada; es como si, repentinamente, lo payaneses echáramos menos basura a la calle, o los vendedores ambulantes hubiesen conseguido empleo, o si los grafiteros tomaran vacaciones. De hecho, los viejos gratifis que nos han acompañado por meses desaparecen, y si alguno “sale” de un momento a otro para “perturbar” la blanca quietud, sólo tarda unas horas antes de verse sepultado bajo una nueva capa blanca de cal.
Curiosamente, la ciudad por esta época cambia para no cambiar. Cambia para que parezca que el tiempo no pasa por ella, para parecerse más a una ciudad del pasado que del presente, pues el futuro apenas es una palabra. Cambia para quedarse inmóvil, para escurrirse entre las grietas de la tradición y mostrarse única ante los visitantes.
Pero quines vivimos aquí, sabemos que el lunes de Pascua todo seguirá igual; algunos esperarán nuevamente que llegue la Cuaresma del próximo año para ver la ciudad enlucida pero mientras eso ocurre el tiempo transcurrirá lento y sin mayores sobresaltos.
En todo caso, es bueno reseñar que la ciudad se pone más linda que de costumbre y dan ganas de caminarla y dejarse arrullar por los faroles. También se vuelve más acogedora y más segura; su oferta cultural se incrementa y parece, al menos por unos días, que la ciudad es para todos. Lástima que esto pase sólo una vez al año y lástima que los cambios sólo se vean en el centro.
abuendia@unicauca.edu.co
Nueva Trova
COFRADÍA
POR: Alexander Buendía Astudillo
Recuerdo que la primera canción que escuché de Silvio Rodríguez fue “Fábula de tres hermanos”. En ella se relata cómo tres hombres “salen por la vereda a descubrir y a fundar” pero ninguno logra algo verdaderamente importante porque cada uno tiene sus propias limitaciones que no alcanzan a ser superadas por sus virtudes. Los tres se hicieron viejos queriendo ir lejos pero nunca llegaron a su destino.
Si uno escucha a Silvio, pasar a Pablo Milanés es inevitable. Curiosamente, muchos de mis amigos llegaron a Pablo no por la vía del unicornio azul sino gracias a Guayacán, con su versión de salsa de “Yolanda”. Pero independientemente del camino, muchos de mi generación —y de la previa a la nuestra, y de la previa a aquella— transitamos de una u otra manera por los creaciones de estos cantaurores cubanos. Es más, en alguna recepción de boda escuché como serenata a la novia “Te amaré”, una de las pocas canciones muy románticas de Silvio Rodríguez.
Lo cierto es que estos compositores (muy buenos ambos) y cantantes (uno mejor que otro, según dicen los expertos) marcaron varias generaciones de jóvenes que se enamoraron e “hicieron la revolución” escuchándolos. Hoy en día son unos clásicos y sus composiciones ya no despiertan las “sospechas” de años atrás. Sus discos y videos se consiguen muy fácilmente en las tiendas, algunos bares programan audiciones que llenan con estudiantes universitarios y las descargas de internet de sus creaciones son frecuentes y abundantes.
Hablo de Silvio y de Pablo porque son los más conocidos —habrá alguien que diga los más comerciales, o comercializados— y los más escuchados en nuestro medio de lo que hace cuarenta años nació como Nueva Trova cubana. En esta semana que termina se cumplieron justamente las cuatro décadas de este movimiento musical que influenció a toda una generación de cantantes y compositores cubanos y que en toda Iberoamérica hemos escuchado y cantado a veces hasta rabiar.
Y mientras escribo esta columna, no puedo dejar de evocar un concierto de Silvio, al que asistí en medio de una multitud de seguidores que encendía velas (no celulares como hoy se acostumbra); en aquel concierto Silvio terminó su repertorio con “Te amaré”. En esa época estaba muy lejos de imaginar que ese mismo tema sería la canción principal de una recepción de bodas.
abuendia@unicauca.edu.co
Huecos
COFRADÍA
Por: Alexander Buendía Astudillo
En la más reciente edición de la revista El malpensante (la No. 83), Andrés Hoyos escribe un corto editorial que titula “Mis primos hermanos”; en él hace referencia al deplorable estado de algunas calles bogotanas gracias a los huecos que éstas tienen. Mientras leía aquel texto no dejaba de preguntarme qué hubiese escrito Hoyos si transitara por las calles de Popayán, seguramente habría pensado que toda su familia se vino para acá.
Lo cierto es que las calles de nuestra ciudad están en condiciones lamentables, hay pocas (poquísimas) que se salvan, pero, en general, están agrietadas, ahuecadas, sin señales de tránsito, algunas sin drenaje que valga la pena y muchas con lodo excesivo por culpa de los huecos y la lluvia, combinación, por decir lo menos, peligrosa.
Poco antes de cada Semana Santa todo parece cambiar, muchas obras se ponen en marcha para embellecer la ciudad: se tapan los huecos (especialmente los de las calles por donde pasan las procesiones, ¿será para que los cargueros no se tropiecen y caigan?), se reparan los andenes y se pintan las fachadas (para que los turistas puedan caminar y nos sigan viendo como la Ciudad Blanca). Pero, la verdad, todos sabemos por experiencia, que estos arreglos son apenas temporales, meses después reaparecen en las calles las grietas, y ellas luego se convierten en huecos y algunos de éstos, con el tiempo y el trajinar de los vehículos, terminan siendo verdaderos cráteres.
¿Cuándo será que dejaremos de ver los pavimentos inestables, las grietas crecientes y los huecos profundizándose? ¿Qué hacer para cambiar la historia que se repite año tras año? ¿Cómo darle otro rostro —más duradero— a las calles de Popayán? Hoyos dice en su texto que los huecos son el acné de la ciudad, el problema de la nuestra es padece de un acné crónico desde hace años y hasta ahora no ha habido fórmula para curarlo.
En todo caso, y tal vez esto es lo peor, después de tantos años ya nos hemos acostumbrado a ver así nuestras calles: irregulares, llenas imperfecciones y con remiendos mal hechos, con espejuelos de agua constantes en estas épocas de lluvia que hasta un tono romántico le dan a la ciudad que se refleja en los charcos que aparecen en cada esquina después de un aguacero.
abuendia@unicauca.edu.co
Por: Alexander Buendía Astudillo
En la más reciente edición de la revista El malpensante (la No. 83), Andrés Hoyos escribe un corto editorial que titula “Mis primos hermanos”; en él hace referencia al deplorable estado de algunas calles bogotanas gracias a los huecos que éstas tienen. Mientras leía aquel texto no dejaba de preguntarme qué hubiese escrito Hoyos si transitara por las calles de Popayán, seguramente habría pensado que toda su familia se vino para acá.
Lo cierto es que las calles de nuestra ciudad están en condiciones lamentables, hay pocas (poquísimas) que se salvan, pero, en general, están agrietadas, ahuecadas, sin señales de tránsito, algunas sin drenaje que valga la pena y muchas con lodo excesivo por culpa de los huecos y la lluvia, combinación, por decir lo menos, peligrosa.
Poco antes de cada Semana Santa todo parece cambiar, muchas obras se ponen en marcha para embellecer la ciudad: se tapan los huecos (especialmente los de las calles por donde pasan las procesiones, ¿será para que los cargueros no se tropiecen y caigan?), se reparan los andenes y se pintan las fachadas (para que los turistas puedan caminar y nos sigan viendo como la Ciudad Blanca). Pero, la verdad, todos sabemos por experiencia, que estos arreglos son apenas temporales, meses después reaparecen en las calles las grietas, y ellas luego se convierten en huecos y algunos de éstos, con el tiempo y el trajinar de los vehículos, terminan siendo verdaderos cráteres.
¿Cuándo será que dejaremos de ver los pavimentos inestables, las grietas crecientes y los huecos profundizándose? ¿Qué hacer para cambiar la historia que se repite año tras año? ¿Cómo darle otro rostro —más duradero— a las calles de Popayán? Hoyos dice en su texto que los huecos son el acné de la ciudad, el problema de la nuestra es padece de un acné crónico desde hace años y hasta ahora no ha habido fórmula para curarlo.
En todo caso, y tal vez esto es lo peor, después de tantos años ya nos hemos acostumbrado a ver así nuestras calles: irregulares, llenas imperfecciones y con remiendos mal hechos, con espejuelos de agua constantes en estas épocas de lluvia que hasta un tono romántico le dan a la ciudad que se refleja en los charcos que aparecen en cada esquina después de un aguacero.
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