Ilustre Señor Gobernador Elías Larrahondo: Hace
algo así como ochenta años el mundo se sumergió en una orgía de sangre solo
comparable al río de tinta que se ha gastado en describir, rememorar,
analizar e interpretar dicha orgía más conocida como Segunda Guerra Mundial. No
se ha encontrado un parámetro para medir el grado de crueldad y sevicia que se
usó en esa ocasión.
Sobre las ruinas y el humo, la intelectualidad
europea se dedicó a rebanarse los sesos buscando una fórmula para evitar la
repetición del desastre. A la cabeza Freud, que pese a haber muerto
cuando comenzaba la orgía, había advertido, en "El malestar en la
cultura", cómo ésta es el único dique que puede contener la
innata agresividad humana.
Sí, la libido, esa corriente de energía misteriosa,
inexplicada y salvaje que fluye por el cuerpo del ser humano desde su
nacimiento y que se va alborotando más y más conforme la persona avanza hacia
el apogeo de su juventud, esa energía al parecer se vuelca hacia dos instintos
insoslayables como son la agresión y el amor: tánatos y eros. Marx le
había echado gasolina al fogón pregonando el odio de clases y Nietzche había
decretado la muerte de Dios. En ese caldo de cultivo nació la orgía. Pero el
gran juez de los seres humanos, el tiempo, le ha venido dando la razón al psicoanalista
austriaco. El ocio, Señor Gobernador, es peligroso. Depositada en las
criadillas, esa energía debe ser encausada hacia los más altos valores humanos:
la creatividad, la solidaridad, la cooperación, para citar solamente tres, que
se pueden sintetizar en la palabra cultura.
El ocio como desgano, tiempo alienante en que el
individuo comienza a soñar en qué puede consumir su libidinosa fuerza, es el
trampolín para lanzarse a la peor aventura en que puede incurrir la naturaleza
humana: la destrucción de la vida y de las cosas que muchos otros han edificado
con paciencia y amor.
A veces los ciudadanos solemos preguntarnos qué
significa para un gobernador o un alcalde esa palabra cultura. Hemos podido
observar el disimulado desdén de ellos cuando desde algún rincón de la
patria alguien grita cultura y todo cuanto relacionamos con ella: cine,
teatro, danzas, pintura, narrativa, música.
Las autoridades ejecutivas suelen encogerse de hombros
y cuando mucho sueltan una migaja del presupuesto para tan molesto bochinche.
Menos mal que no sacan el revólver de Goering.
Desde el punto de vista puramente sensual, podemos
entender la actitud desdeñosa pues gobernadores y alcaldes se empeñan en
dejar huellas de su mandato que se puedan tocar con las manos y ver con
los ojos materiales: carreteras, calles pavimentadas, alcantarillas,
acueductos, coliseos, represas. Encima de ellas se puede colocar una lápida
bien burilada que recuerda bajo la administración de quién se ejecutó una obra.
Y con eso los ejecutivos parecen quedar salvados ante la historia.
No obstante, no se puede colocar por largos años
una lápida bien burilada sobre una obra de teatro ni sobre un concierto y si se
hace sobre una pintura se arruina el cuadro. La obra de los gobernadores y
alcaldes en materia de cultura solo es perceptible para los ojos del espíritu.
Y deja una secuela invalorable que se llama paz.
El ocio, muy ilustre Señor Gobernador, el tiempo libre
de las personas, debe ser invertido en actividades creativas y no en el atraco,
el robo, la revolución de sangre y aguardiente, la opresión al débil, la
masacre, etc.
Creo que los artistas del Cauca y trabajadores de
la palabra estamos en la obligación de exigirle respetuosamente se sirva crear
una auténtica SECRETARÍA DE LA CULTURA cuyo fin supremo sea generar paz,
convivencia pacífica, y profundo respeto al otro, al diferente, mediante la
cultura misma.