COFRADÍA
Alexander Buendía Astudillo
Últimamente sucede con mucha frecuencia que la ciudad vibra, pero no en sentido metafórico sino bien literal: los guardarropas se estremecen, las puestas ronronean, las repisas golpean con furor las paredes, los libros se desplazan en las bibliotecas, y hasta los tejados mugen… cuando esto pasa, días después, con el primer aguacero, aparecen las goteras.
El tableteo constante de vidrios, escaparates, porcelanas, cuadros y lámparas se ha vuelto una constante en nuestras vidas. Cuando este “fenómeno” empezó a ser más notorio —hace ya varios meses— mi mente se trasladó a la mañana del 31 de marzo de 1983. Claro, la intensidad no era tal para considerar esos reiterados movimientos como un terremoto pero bien podrían clasificarse en la categoría de temblor.
Popayán tiembla, y todos los días y a toda hora, pero especialmente cuando los vehículos transitan por sus calles. Estas “pobres” están en tal mal estado que sus fisuras se han vuelto gritas y hasta “fallas geológicas”, pues no hay otra forma de explicar cómo el tránsito de un auto repercuta hasta en los entrepaños de una repisa.
Sí, lamentablemente nuestras calles cada día se convierten más en trochas que hasta para los peatones son un peligro… los huecos —que crecen sin parar— tienden a volverse fosas, las grietas se alargan, los parches en el pavimento (ah! ilusa solución) se deterioran con más frecuencia y las obras y soluciones no se ven por ningún lado.
No hay calle en la ciudad que se salve, todas parecen llenas de cicatrices… y todos tienen su cuota de responsabilidad: se las perfora para cambiar los tubos de agua, de alcantarillado, para cambiar las redes eléctricas, telefónicas, para clavar los postes del cable y hasta para las redes del gas. Y cada perforación se hace por separado. Así, no hay ninguna calle que presente buen semblante: una fisura aquí, un remiendo allá, en fin; la capa asfáltica está muy deteriorada, a tal punto, que las vías parecen una colcha de retazos mal cosida. Y a este panorama, triste y de desamparo, ahora hay que sumarle el temblor permanente.
Cada vez que todo se estremece en mi apartamento, me pregunto ¿cuándo parará de temblar? ¿Quién va a hacer algo? ¿Hasta cuándo tenemos que padecer este “sismo” sin pausa?
abuendia@unicauca.edu.co
Alexander Buendía Astudillo
Últimamente sucede con mucha frecuencia que la ciudad vibra, pero no en sentido metafórico sino bien literal: los guardarropas se estremecen, las puestas ronronean, las repisas golpean con furor las paredes, los libros se desplazan en las bibliotecas, y hasta los tejados mugen… cuando esto pasa, días después, con el primer aguacero, aparecen las goteras.
El tableteo constante de vidrios, escaparates, porcelanas, cuadros y lámparas se ha vuelto una constante en nuestras vidas. Cuando este “fenómeno” empezó a ser más notorio —hace ya varios meses— mi mente se trasladó a la mañana del 31 de marzo de 1983. Claro, la intensidad no era tal para considerar esos reiterados movimientos como un terremoto pero bien podrían clasificarse en la categoría de temblor.
Popayán tiembla, y todos los días y a toda hora, pero especialmente cuando los vehículos transitan por sus calles. Estas “pobres” están en tal mal estado que sus fisuras se han vuelto gritas y hasta “fallas geológicas”, pues no hay otra forma de explicar cómo el tránsito de un auto repercuta hasta en los entrepaños de una repisa.
Sí, lamentablemente nuestras calles cada día se convierten más en trochas que hasta para los peatones son un peligro… los huecos —que crecen sin parar— tienden a volverse fosas, las grietas se alargan, los parches en el pavimento (ah! ilusa solución) se deterioran con más frecuencia y las obras y soluciones no se ven por ningún lado.
No hay calle en la ciudad que se salve, todas parecen llenas de cicatrices… y todos tienen su cuota de responsabilidad: se las perfora para cambiar los tubos de agua, de alcantarillado, para cambiar las redes eléctricas, telefónicas, para clavar los postes del cable y hasta para las redes del gas. Y cada perforación se hace por separado. Así, no hay ninguna calle que presente buen semblante: una fisura aquí, un remiendo allá, en fin; la capa asfáltica está muy deteriorada, a tal punto, que las vías parecen una colcha de retazos mal cosida. Y a este panorama, triste y de desamparo, ahora hay que sumarle el temblor permanente.
Cada vez que todo se estremece en mi apartamento, me pregunto ¿cuándo parará de temblar? ¿Quién va a hacer algo? ¿Hasta cuándo tenemos que padecer este “sismo” sin pausa?
abuendia@unicauca.edu.co