Por Harold Alvarado Tenorio
“En Medellín durante las décadas de 1950 y 1960 se conformó un extraño mundo que integró la protesta con la resignación, las más bellas formas artísticas y literarias con la vida ruda y repugnante de los bajos fondos, la espiritualidad con el crudo materialismo, lo esotérico con el mundanal diario…
“En Medellín durante las décadas de 1950 y 1960 se conformó un extraño mundo que integró la protesta con la resignación, las más bellas formas artísticas y literarias con la vida ruda y repugnante de los bajos fondos, la espiritualidad con el crudo materialismo, lo esotérico con el mundanal diario…
Era un extraño mundo en el que convivían los cultores del poeta Porfirio Barba Jacob y los seguidores del profeta Gonzalo Arango con la cultura lumpesca y de barriada que encontró su expresión en el personaje popular que hacía ostentación del consumo de marihuana, el camaján, que vestía vistosamente: pantalones verdes o morados,bota ceñida y bastante alta (sostenida con cargaderas), camisa con mangas remangadas, cuello levantado y chaqueta bastante larga. Caminaba lentamente, con movimiento rítmico de brazos.
Era lo que llamaban un man legal, pero que constituía el terror de los barrios residenciales, pues las señoras le atribuían los peores crímenes y depravaciones, contribuyendo a ello la jerga esotérica de trasposición de sílabas: misaca (camisa), lonpanta (pantalón), pinrieles (zapatos), o los nombres de la marihuana: yerba, mona, maracachafa, grifa, bareta, marimba. Era la época en que la nota musical de esa subcultura se oía en la Sonora Matancera y Daniel Santos, el inquieto anacobero.
Para entonces, a comienzos de los años 60, ya se habían hecho realidad las palabras de otro nadaísta: La marihuana es el opio del pueblo, por su bajo precio naturalmente.” Mario Arango, Algo va del camaján al traquetero, en Impacto del narcotráfico en Antioquia, Medellín, 1988, pgs. 23-24.
Cuando Gonzalo Arango garrapateó a cuatro manos junto a Amílcar Osorio, el manifiesto que Jotamario Arbeláez, el espurio Premio Valera Mora de Poesía de este año cobra desde entonces, Colombia era ya un país en ruinas.
“La violencia arreció en los campos –dice García Márquez en sus memorias- y la gente huyó a las ciudades, pero la censura obligaba a la prensa a escribir de través. […] El grupo más importante de dirigentes liberales, desesperados por la violencia oficial, se había puesto de acuerdo con militares demócratas del más alto rango para poner término a la matanza desatada en todo el país por el régimen conservador, dispuesto a quedarse en el poder a cualquier precio. La mayoría de ellos había participado en las gestiones del 9 de Abril para lograr la paz mediante el acuerdo que hicieron con el presidente Ospina Pérez, y apenas veinte meses después se daban cuenta demasiado tarde de que habían sido víctimas de un engaño colosal”.
Ese engaño colosal costó a los colombianos 300 mil muertos mal contados. La más implacable sevicia contra los cuerpos de los opositores se aplicó entonces, creando los antecedentes de las masacres con sierras eléctricas que se emplearían sin cesar durante los años finales del siglo por parte de los llamados paramilitares. Como ha recordado Carlos Uribe Celis en algunos de sus libros, es mejor no olvidar esos hechos concretos, que se repiten y redundan en los testimonios de la historia, y que hicieron, en su momento, parte de los que recogieron en la revista Mito. A Agapito Gaitán, en Vega del Pauto, por ejemplo, lo crucificaron con clavos en una tabla y lo dejaron al sol hasta que alguien tuvo piedad de él y le atravesó los ojos con unos puntillones hasta que murió; a Ramón Cachai en Nunchía, le cortaron las plantas de los pies y lo obligaron a caminar sobre sal; a otro campesino, lo colgaron de una viga y lo fueron mutilando dedo a dedo, mano a mano, brazo a brazo y así hasta que solo quedó su cuello que luego ahorcaron; a una mujer preñada le abrieron el vientre, le sacaron el feto y en su lugar le metieron un gallo vivo, o aquellos campesinos que obligaron a comerse sus propias narices y orejas, etc., etc.
Cuando Gonzalo Arango garrapateó a cuatro manos junto a Amílcar Osorio, el manifiesto que Jotamario Arbeláez, el espurio Premio Valera Mora de Poesía de este año cobra desde entonces, Colombia era ya un país en ruinas.
“La violencia arreció en los campos –dice García Márquez en sus memorias- y la gente huyó a las ciudades, pero la censura obligaba a la prensa a escribir de través. […] El grupo más importante de dirigentes liberales, desesperados por la violencia oficial, se había puesto de acuerdo con militares demócratas del más alto rango para poner término a la matanza desatada en todo el país por el régimen conservador, dispuesto a quedarse en el poder a cualquier precio. La mayoría de ellos había participado en las gestiones del 9 de Abril para lograr la paz mediante el acuerdo que hicieron con el presidente Ospina Pérez, y apenas veinte meses después se daban cuenta demasiado tarde de que habían sido víctimas de un engaño colosal”.
Ese engaño colosal costó a los colombianos 300 mil muertos mal contados. La más implacable sevicia contra los cuerpos de los opositores se aplicó entonces, creando los antecedentes de las masacres con sierras eléctricas que se emplearían sin cesar durante los años finales del siglo por parte de los llamados paramilitares. Como ha recordado Carlos Uribe Celis en algunos de sus libros, es mejor no olvidar esos hechos concretos, que se repiten y redundan en los testimonios de la historia, y que hicieron, en su momento, parte de los que recogieron en la revista Mito. A Agapito Gaitán, en Vega del Pauto, por ejemplo, lo crucificaron con clavos en una tabla y lo dejaron al sol hasta que alguien tuvo piedad de él y le atravesó los ojos con unos puntillones hasta que murió; a Ramón Cachai en Nunchía, le cortaron las plantas de los pies y lo obligaron a caminar sobre sal; a otro campesino, lo colgaron de una viga y lo fueron mutilando dedo a dedo, mano a mano, brazo a brazo y así hasta que solo quedó su cuello que luego ahorcaron; a una mujer preñada le abrieron el vientre, le sacaron el feto y en su lugar le metieron un gallo vivo, o aquellos campesinos que obligaron a comerse sus propias narices y orejas, etc., etc.
El Frente Nacional iniciaba así el desmonte de la cultura desde sus mismos cimientos, para crear un nuevo estado donde los