miércoles, octubre 01, 2008

UNO SE MUERE EL DIA QUE LE DE LA GANA


Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano

Ni que fuera una frase omnipotente, ni un deseo freudiano o una pataleta de niño tonto. No, es simple suspiro salido por un poro. Es una verdad que sube por la piel entera. No es un invento o hallazgo en laboratorio ni un slogan publicitario. Lo pensó un día Camilo Torres, un amigo médico, y lo puso de rótulo para una foto de su hija de 20 que estudia artes visuales en la Universidad de Boston. Mientras esperábamos con mi señora la salida del avión en el aeropuerto nos la mostró orgulloso. Le pedí permiso para escribir este texto revoltoso.

Morir es un acto tan cierto que es posible pensar sin miedo en ella. Se pone uno detrás de su espalda, toma distancia, estira el brazo hasta tocarle el hombro y se siente una vibración emocionante. ¿Usted no lo ha intentado hacer? El ejercicio es saludable y lo puede realizar todos los días antes de tomar el jugo, el café o el chocolate o de subir a la elíptica para trotar sin que se le quede atrás el piso.

Así como dormir es posible y toda muerte sucede durante una enorme noche, tendrá sentido ensayarla por un período un poco más largo. ¿Acaso la muerte no consiste en cerrar la ventana de la vida, bajar las cortinas, ponerse decúbito supino sobre una tabla, poner los brazos en cruz sobre el estómago, detener la respiración y no moverse? Vienen los parientes pisando de puntillas para no despertarnos de la pesadilla y nos miran sentados desde una silla. Al fin y al cabo todos somos actores por un tiempito corto en este mundo de un Tiempo tan largo.

Pero la idea no es lanzada en vano. Todos podemos morir el día que definamos. No tanto la hora como el día. Eso ya sería demasiado. A la muerte imprecisa, podemos darle una sorpresa. Algo así como lo que narra Carrasquilla en En la diestra de Dios-Padre. Peralta le dio la orden a la muerte de subirse a la horqueta del árbol y no cumplir el oficio diario. Yo puedo darle la orden a la vida que suceda lo que yo programe. Otra médica amiga hace dos años me enseñó la fórmula. “Si tiene quien lo ame, si come bien, si duerme bien, si nada le falta” ¿para qué preocuparse y detener el río?

De nada vale prender velitas, arrodillarse o lavarse en aguas termales, o ponerse una camiseta roja debajo de la camisa o hacer una promesa estéril. La roya lo está minando por dentro y su vida se acorta entre el deber y el sudor de las axilas. No tiene usted agarrada del cabello a la muerte. Al contrario, detrás de la puerta está sacándole la lengua muerta de la risa. Y muy pronto le ganará el partido.

A mí me dio la gana que la muerte venga cuando quiera. Le tengo la puerta abierta para que entre cuando le plazca. O si quiere bajar conmigo la escalera o bañarse en la ducha sin vendas en los ojos. Da lo mismo. Si quiere demorarse, será problema suyo. Ya le he entregado la llave de mi casa y he tirado la escritura vieja. Puedo darme el lujo de echarme a dormir o salir o sentarme ante la pantalla a conversar de la vida y el placer de tener cinco dedos en cada mano, tener dos pares de zapatos y un antirresbalador en el baño para sostenerme. ¿Qué no es cierto que tenga muy bien pensado y definido que tengo a raya a la ya no inesperada muerte?
24-09-08

7:14 p.m.

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