Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano
Guardo una grabación de varias conversaciones que tuve alguna vez que entrevisté a Sócrates, Platón, Aristóteles y Demóstenes. Los encontré charlando sin un trago en la cabeza, mirando desde el parque el acontecer y la algarabía de los tres mil candidatos a un cartón que habilitara sus ilusiones de ser actor eminente en el teatro de la existencia. Me acompañaron a esta interesante charla mis estudiantes de último semestre de Derecho de la Universidad Santiago de Cali donde enseñaba en ese entonces. No acertaban a apartar sus ojos ni su atención a esta escena insólita como sacada de la película “La sociedad de los poetas muertos”.
El primero que abrió su boca fue el pequeño iconoclasta y desinhibido Sócrates. “- El mejor consejo que puedo darles a estos muchachos es que aprendan a leer e interpretar. Yo no escribí pero pensé y critiqué, dudé y desmitifiqué a la ciudad. No pueden creer que alguien será sabio con un título bajo el brazo y sin conocer su mísera ignorancia sobre el Ser. Más valdrá un sabio condenado a la cicuta que un tirano ensoberbecido”.
Platón nos dijo, con ceño serio: “- Ya no creo en lejanos mundos llenos de ideas que se trasladan a la tierra. Me burlo de haber enseñado la teoría de la migración de almas a otro cuerpo, aunque estoy de acuerdo con que el conocimiento se resume en el recuerdo. Y me arrepiento de haber pretendido dividir al hombre en cuerpo y alma. Más bien me pregunto por el fantástico pueblo de Macondo con sus mariposas, su Remedios y delirios, sus apariciones y menjurjes. Comparto la imaginación de mi novela El Banquete con la del gran Gabriel nacido en el ágora pueblerina de Aracataca”.
Aristóteles, maestro más pulido, habló de números, de árboles simbólicos y de la ecuación hombre-ambiente. “-No comprendo cómo una era muy llena de tecnología esté distante de la realidad y no busque el equilibrio entre naciones, sociedad y mercado. Me muestro desilusionado de que hoy impere la “lógica” de la guerra y que mi ética de Nicómaco la haya transformado el gobernante en la maquiavélica y omnipotente razón de Estado”.
Más enérgico y sin voz de trémolo fue Demóstenes: - “Me duele que los medios y los canales de información impersonales sean los que dirijan la opinión y que la voz humana en las plazas se haya arrodillado ante la fuerza del poder, el dinero y la intimidación. Recuerdo cómo me enfrenté con mis filípicas y con piedras debajo de la lengua al más poderoso, como también lo había hecho Diógenes desde su barril”.
De regreso al salón de clases nos detuvimos ante una enredadera enorme de moradas y rojas buganvilias. – “Miradnos, nos llamaban. Estamos aquí para alegrar la vista, para decir que ni los rayos del sol ni la sequedad del verano nos quitan el color o la risa. Que la flor, el aire puro, el pastal verde y el roce de nuestras ramas dan paz igual que un verso de Neruda o una sentencia de Erasmo o una canción de Juanes”.
Fue una graciosa y extraña conversación aquella de estatuas blancas con ideas esculpidas en etérea tinta. La historia y los libros nos dejan ver unas letras muertas, pero el hombre de hoy no alcanza a percibir el cambio que ellas tuvieran si los que las dijeron volvieran hasta nuestras aulas.
28-09-08 11:45 a.m.