martes, septiembre 16, 2008

LO QUE LE DIJO VIRGO EN SEPTIEMBRE AL ERMITAÑO



Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano


La Virgen, ingenua, estuvo ayer en casa del Ermitaño. Lo encontró tomando leche de la cabra que pace en el huerto tras su celda. Acababa de levantarse y se aprestaba para tomar la azada y empezar labores en las eras ocres. No tenía afán. Dejó la escudilla en donde bebía sobre la mesa y abrió la reja que lo defendía del viento y de las miradas de los fantasmas pasajeros.

El ermitaño viejo y sabio, le ofreció té de hierbas, helado al clima del yermo y le ofreció descanso sobre la piel de un lobo gris. Virgo, descendiente del amarillo rey y de la luna, se acercó el septuagenario hasta donde podía susurrarle su Destino. No era prudente que el león y la comadreja oyeran y corrieran a divulgar entre la callada piedra los secretos de dos habitantes de sus desiertos.

El viejo se olvidó de sus libros, de sus pensamientos y del silencio de su cueva y por primera vez sintió el calor de una fémina en sus harapos. Su cara se iluminó y sus orejas se pusieron tensas. Él sabía que las intenciones de una Virgen no podían traerle tormenta ni inquietudes. Presintió que algo determinante había llegado sin que algún intruso interviniera.

- Traigo para ti una melodía en medio de los pliegues de mi seno. La recogí cuando volaba sobre el lomo de la noche y las estrellas me indicaron el camino hasta tu puerta. La virgen se detuvo para dar lugar a que el anciano eremita se repusiera de su asombro. Tomó un sorbo de té y miró la faz añosa y arrugada que expresaba jadeante su afán de que la virgen le dijera sin rodeos el objeto de su visita.

- Mi vida cambió desde que me aparté del bullicio y la mentira y me vine a conversar con mi alma y el silencio de estas paredes agrias. No hago diferencia entre la claridad del día y la sabrosura del vientre de la noche. El libro abierto de las horas me ha enseñado más que la boca numerosa de economistas y profetas apocalípticos. Dime, Virgo sagrada, qué guardas en la cuenca de tu pecho. No llenes de amargura mi tranquilidad y compás desacelerado. No soy amigo de rodeos porque me acostumbré al ayuno.

- Te anuncio que ha llegado el fin de tu reposo sobre las duras piedras de tu lecho. Desde ahora y hasta que mueras te visitaré acompañada de mi canto y mi tersura sin que nadie lo perciba. Ni la lombriz helada ni la loba de voz hambrienta sabrán de la nueva vida que el Destino te tiene reservada.

Desde esa fría mañana, el desierto se volvió más solo. Pasaron 30 años y el viejo se ha hecho centenario. Virgo se convirtió en confidente y asidua compañía. Las noches perdieron una estrella y la osa mayor llenó de leche sus ubres porque Virgo ya tenía comida en otra parte.

El ermitaño sigue vivo junto al Polo Norte. Ya tiene quien caliente sus mañanas y quien le enfríe sus fiebres por la noche.
02-09-08

10:54 a.m.

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