Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano
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Naturaleza fue prolija con el hombre a la hora de repartir en el Universo sus favores. No dejó detalle en manos del perezoso y voluble azar. Colgó en los altos de la tierra una falda azul para que cuando alzáramos los ojos y la noche se acostara, viéramos correr el velo, asomar una cara amarilla y sus puntos negros cobijados. Puso sobre los hombros de su lomo una mantilla de agua que se mueve incómoda y juega con derramarse si el viento la violenta. Tejió montes con piernas largas y cabellos verdes que le dieran oxígeno a su vida. Sopló un pomo de estrellas de colores y surcaron el aire miríadas de petirrojos, garzas, sinsontes, mariposas, arrendajos y canarios. El mundo se convirtió en vitrina colosal para el recreo de la curiosidad y el asombro del humano.
¿Qué sería este transitorio bulevar si a lado y lado no tuviéramos los hombres en esta vitrina la belleza de la mujer? Colombia es lugar privilegiado porque tiene en la ciudad y los campos sembradas en el suelo mujeres con polenta. Son las sagradas Ceibas que pueblan con su señorío avenidas, haciendas y autopistas. Su follaje y corpulencia es un monumento a la fémina. Desde niñas crecen con perfil grácil y sus brazos se alargan sensuales para abrazar a quien pasa y tiene la fortuna de fijarse en ellas.
La Ceiba tiene cuerpo de mujer desde la raíz hasta el cachumbo lejano de su cabellera de cintas verdes. Sus piernas son sedosas, pulidas con terciopelo gris. Sus tobillos son lisos y contorneados y lo mismo que sus rodillas, luce aceitada su piel de foca. Sus dedos están pintados por manicuristas que a diario vienen a lavarle los pies. Miren su estómago y su torso. Es firme como bailarina de Arabia o de la Academia Bolshói y cuando mueve sus ramas parece una reina de airoso paso. Su torso es abundante y solemne. Mueve sus senos muy despacito cuando los besa el viento que pasa por entre ellos. Su corpiño está adornado con hojas de siete pétalos, coquetas, que baten sus puntas con deleite. Su continente es delicado y tiene porte de gran señora, siempre en su sitio. Dueña del paisaje donde mora, árboles señores y arbustos, hierba y flores le hacen honor y le dedican sus olores.
Todos los años cambia de vestido. El otoño la desviste y quita su traje usado. Ni por verse desnuda y sin pantys que le cubran sus curvas se le nota descompuesta. La primavera le pone nuevo ropón de retoños que le dan joven aspecto.
Tiene un defecto notorio. Es callada y solitaria. Nunca se le vio pretendiente en celo o diligente marido. Jamás un ceibo la rodea con el brazo ni se le recuesta en la espalda. Es demasiado seria como su vestido largo. Sus ojos mantiene entreabiertos y en su boca hay una sonrisa que nos recuerda a Monalisa. A todos nos está mirando desde el punto en que se halla.
Ah… ya quisiéramos los hombres subir un día hasta sus brazos y sentir cómo su hamaca se mece y su cuerpo nos sostiene en arrobado vilo. Las ceibas son soberanas mujeres y los hombres las vemos dominantes en la campiña de nuestros sueños. ¿Qué sentirán las ceibas que por años se levantan y se acuestan, se visten y se desvisten y ningún mortal las despierta de su embeleso de princesas?
28-08-08
10:45 a.m.
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