POR: Diógenes Díaz Carabalí
Mis padres gustaban ir a Nátaga. Sus necesidades eran tantas... a la Virgen más pedían por la salvación de su alma y la de los miembros de la familia. Nos involucraban en sus viajes, que según la intención los hacían en la chiva de Juan Valenzuela, de “Mayelo” o de “Montano”, o caminando el largo trayecto desde Gallego con gato incluido (una gallina con tajas de yuca y arroz envueltas en hojas de plátano), y pernoctada por el camino en las casas de algunos conocidos: llegábamos la víspera de la fiesta a la casa de Eliseo Castillo, quien ofrecía posada en su sala con piso de tablas, sobre un costal de cabuya si lo llevábamos, y en medio del sinnúmero de pasajeros dueños de todos los enrastrojados olores en sus pies, sus sobacos, su cabello y su fundillo.
Pero era rico ir a Nátaga Se encontraban novedades que podían cubrir nuestros antojos: ropa colorida, juguetes muy variados, raspados de hielo, caramelos de azúcar, panelitas de guayaba, bocadillos de leche, y cientos de avivatos haciendo sus truculencias para sacar el dinero a los peregrinos incautos.
Uno de los cuadros que guardo en mi memoria, truco que no he podido descifrar aún, era de un niñito con turbante metido en una caja decorada con perlas de fantasía y lucecitas titilantes, adivinaba toda clases de preguntas hechas por un pregonero, quien afirmaba por un alta voz que aquel era el misterio por descubrir de científicos y sabios: el niño tenía separada la cabeza del cuerpo por más de veinte centímetros. Frente a él muchos campesinos, paeces y guambianos hacían cola para adquirir por dos pesos un boleto que les adivinaba la suerte; también yo, escondido de mis padres, hacía la cola, a ellos no gustaba que se supiera el futuro.
Con mi curiosidad de infante el fenómeno me causaba una sensación de entre miedo y asombro que todavía se aviva cuando pienso en la dichosa cajita y el niño que aseguraba no querer trabajar sino le compraban un helado, incluso más que el rosado aspecto de la Virgen de las Mercedes, dueña de un intenso realismo que parecía al borde de bajarse del anda cuando la llevaban en procesión, bajo un sol inclemente, antes de la misa solemne de las once.
Terminada la misa, con afán tomábamos el morral y corríamos para abordar la primera chiva; descendía por la inclinada meseta donde está el Santuario con la vigilancia de la policía porque la carretera era de una sola vía.
Quedaba del viaje el apego a una creencia que nuestros padres buscaban reafirmar en nosotros: pedían a la santa solución a sus inclemencias, con la promesa de trabajar juiciosos otro año para volver a Nátaga en septiembre, en chiva o caminando. Y para mi particular bizarría, encontrarme con la cajita del niño del turbante al que le habían separado la cabeza veinte centímetros del cuerpo: me diría qué me iba a pasar en el futuro.