domingo, enero 04, 2009

Popayán en su literatura (tercera parte)

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ImagePor: Felipe García Quintero

Y crepuscular es
la sensibilidad poética de Rafael Maya (1897-1980) con Popayán. Incluso, desde temprana edad adulta, la conciencia del tiempo se instala en su poesía para cantar la viva nostalgia de los lugares amados que poblaron la infancia: la casona colonial, de amplios y silenciosos zaguanes oscuros; los iluminados patios por el cielo próximo en la mano abierta al juego solitario; la mirada que de pronto escucha de la fuente el rumor andaluz del agua cautiva en su sueño de rueca oriental, y en lo más hondo del recuerdo se detiene y viaja a la cocina serena, de sombras en llamas con que el pan se dora; sensación ésta luego jamás vuelta a sentir. Así pues, la separación física y la distancia material de Popayán como reino espiritual, es la experiencia íntima que define la vida de Maya en el exilio creativo de Bogotá, donde ejerció también con sabiduría la crítica literaria y el magisterio de las letras. Mas el cerco de nostalgia desde el cual el poeta se asoma a sus días de niño, crece incontenible y abre con el tiempo un camino emocional más amplio que la desolación del sujeto moderno recluido en su mitología de símbolos personales. Tenemos entonces en su libro final de versos titulado “El tiempo recobrado” (Maya, 1974) algo más que la emoción privada de la memoria espacial de la vieja Popayán, ahora investida de eternidad por la leyenda literaria, cuyo personaje más entrañable es don Quijote; quien gracias al delirio de las gentes de Popayán viajó a América y —por esa misma sacralidad de apropiación cultural de lo hispano— dio con sus huesos en la plaza de Caldas, donde dicen que encontró reposo eterno. Este capítulo de Popayán en su literatura, nos vincula una vez más al mito, de nuevo fundante y generador del sentido de realidad, ahora visto como un sistema cultural complejo que es preciso interpretar.

En respuesta a ello, José Ignacio Bustamante (1906-1983) escribe un eficaz ensayo de lectura de la ciudad, titulado “Biografía lírica de Popayán”. Su aguda inteligencia equilibra la crítica del “narcisismo rural” de los payaneses con el elogio y fascinación ejercidos por la imagen de la comarca pastoril que, al modo latino de Virgilio, inventan: Arboleda con el paisaje bucólico, Valencia con la gloria perdida de la ciudad patriota, o Maya con la topofilia, la memoria del espacio feliz. Sin embargo, lo encontrado hasta ahora en Bustamante no difiere del espíritu ya ilustrado y comentado, pues se trata de una mención directa al presente moral del más arraigado pecado de Popayán: la pobreza económica e intelectual en que quedó sumida la ciudad, luego del sacrificio pagado a la causa americana de la independencia, que fuera en parte resarcida en el siglo XX por el genio literario de Valencia y la sabiduría humanista de Maya, sin parangones vivos en la actualidad que, sin embargo, cuenta con notables voces jóvenes en formación. El juicio valorativo de Bustamante señala también otros aspectos negativos, pues hallamos alusiones al sedentarismo de sus habitantes, al letargo del pensar y obrar, a la modorra espiritual de inveteradas creencias, que junto a lo vetusto y parroquial de la arquitectura, más la herrumbre del tiempo, impiden algún atisbo de reacción, de cambio de estado o actitud nueva. Estos defectos son parte del reclamo que Valencia hiciera a sus contemporáneos quienes, absortos en la admiración del pasado marchito, se complacen indiferentes en la estéril evocación de las glorias extintas de la ciudad. No obstante, se ratifica también en los valores humanos vigentes como la modestia sin humildad, la cortesía sin adulación, la generosidad sin despilfarro, la valentía sin temeridad y la erudición sin imposturas académicas. De la lectura del poeta José Ignacio Bustamante destacamos algo novedoso y de importante actualidad: la conciencia cultural del mestizaje étnico en su élite letrada y militar que obliga a mirar la ciudad, no sólo en la homogeneidad de la metáfora monocromática pura, aquella de la arquitectura blanca sin mezclas o manchas, ni desde la hegemonía de lo hispánico, sino a partir de la alteridad social, el multiculturalismo y la temporalidad ecléctica urbana.

Sin embargo, en Popayán aún no es visible la diferencia cultural existente como valor de equilibrio, de necesaria complementariedad social, ni tampoco resulta fácil advertir o determinar los cambios voluntarios o forzados del imaginario contemporáneo en su lógica de revolturas, que sin duda han afectado la identidad urbana tradicional —especialmente durante los últimos veinte años en que la ciudad se reconstruyó, luego del terremoto de 1983—, pues la semejanza es el dispositivo cultural de identificación y distinción social de lo propio. Hoy apreciamos de muchas maneras cómo la ciudad se plagia a sí misma, se replica idealmente en simulacros idealizados, bien bajo los efectos de la imagen icónica (del retrato de la ciudad vacía, sin habitantes; la publicidad de la fotografía en postales y afiches, hecha exclusivamente de perfiles arquitectónicos y paisajes; o la artesanía agotada en pocos motivos y modelos); o mediante la reproducción de su sector histórico que sirve de estilo urbano para ampliar la frontera física de la ciudad colonial en un territorio mental más extenso, de fuerte cohesión simbólica, y evitar con ello la evaporación del pasado a manos de la modernidad arquitectónica.

Si no parece hoy posible ubicar el final de la Arcadia colonial, pues crece su gramática arquitectónica y el discurso literario tradicional que la sustenta se amplía con nuevos aportes, leales al espíritu conservador pero de escasa inventiva, creemos sin embargo que es a partir del ensayo del poeta Bustamante cuando empieza a darse un giro en la forma de percibir e imaginar a Popayán desde la literatura, no advertido sino hasta hace poco tiempo con otros casos distintos que pronto comentaremos. Antes de ello, otro hecho cultural poco interpretado también lo refrenda. Recordemos que en 1956 ocurre la entronización de la imagen icónica más emblemática de la ciudad, pues es cuando Efraín Martínez culmina el óleo “Apoteosis de Popayán”; mural que, inspirado en dos poemas de Guillermo Valencia, fuera iniciado dos décadas atrás para celebrar los cuatrocientos años de la fundación española. Advertimos que en su ejecución impecable, todavía dentro de la escuela académica del siglo XIX, el pintor no hace suya la negación de lo urbano, característico de la poética valenciana. Y dado el prolífero y complaciente júbilo acrítico que ofrece de la historia hispana de la ciudad, como de sus clases sociales, la pintura se ha impuesto en el imaginario contemporáneo de Popayán, ejerciendo en sus habitantes un efecto de silencio reverencial de su significado. De este aspecto oculto del cuadro, el espíritu crítico de la modernidad artística de Popayán toma elementos para realizar lecturas de confrontación, contrarrelatos de la hegemonía cultural allí simbolizada, cuyas representaciones literarias evidencian la crisis de los signos y valores de la ciudad colonial que aquella pintura se encargó de invisibilizar, gracias al efecto intimidador de su formato de obra monumental y a la excelencia técnica del retrato con que la historia se despolitiza a manos del calco ideal e idealizante.

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