Por: MARCO ANTONIO VALENCIA
Eran las siete de la noche cuando El Gato comenzó a tiritar. Sus compañeros de juerga le dijeron que se fuera a morir a otro lado porque se les estaba tirando el rato, es más, uno de ellos hasta se atrevió a esculcarle los bolsillos y robarle lo poco que tenía: tres mil pesos y cuatro papeletas de bazuco que aún le quedaban.
Como pudo El Gato rasguñó en la pared el teléfono de su casa para que le entregaran el cuerpo a la mamá. Estaba resignado a morir. Allí supo que a las porquerías de amigos que tenía no les importaba su vida.
Estaban encerrados en una pocilga del infierno en uno de los barrios malditos de la ciudad desde hacia dos días. Las ratas le caminaban por el pecho, y las cucarachas y las pulgas le andaban por la cabeza como piojos. Cuando le dio la tercera convulsión, los otros viciosos lo arrastraron tres cuadras y lo tiraron a una cuneta para que se muriera sin molestar.
Pero al Gato todavía le quedaban vidas y como pudo se arrastró hasta una calle transitada, pidió ayuda y despertó días después en el hospital.
Allí entendió que no tenía amigos, que el vicio lo iba a matar. Y por eso, sin que nadie se lo dijera, tomó una determinación trascendental: salvarse por sí mismo.
Entonces empacó dos mudas, su cepillo de dientes y se internó en la casa de doña Blanca para rehabilitarse. Su corazón había escuchado por fin los ruegos de su madre que durante 15 años le hizo a Dios.
Habían sido 15 años de perdición con 10 o más intentos de cura en diversos centros de rehabilitación sin éxito. El Gato es un personaje. Por años fue el rey de El Barrio Chino, La Esmeralda y Pandiguando. Sus días los gastaba consumiendo bazuco y las noches rebuscándose la plata para mantener el vicio. El apodo no es gratis, además de tener unos ojos hermosamente verdes, rasgados y vivarachos que le hacen juego a sus orejas puntiagudas, era un maestro saltatapias y escurridizo personaje.
Pero El Gato pudo lo que para muchos es imposible: rehabilitarse. Fue vicioso, pidió plata en las calles, robó, asaltó, tocó fondo, pero salió del infierno.
Hoy en día, es don Jaime y lleva siete años laborando en una droguería. Se volvió a ganar el respeto de su madre, de su familia, pero sobre todo de su esposa y sus tres hijos. Para él, luchar contra la incredulidad de la gente ha sido lo más duro.
“Los que me vieron en las calles no creen que ahora soy gente de bien”. Pero es que cuando se volvió vicioso tampoco creían; en ese entonces era estudiante de Contaduría Pública y había sido tres veces Campeón Nacional de Karate. Mejor dicho, era un Universitario y un Deportista con mayúscula, pero cayó en el vicio. Cualquiera puede caer, cuidado.
Entre las mil cosas que tiene para decir resalta dos: un terapista de drogadictos debe saber de qué habla, debe haber estado en la perdición, haberse sobrepuesto, y ahora sí hablarle al vicioso como si le leyera la mano.
Las sicólogas bonitas recién salidas de la U. no curan ni salvan a nadie. No pueden aunque quieran. Y dos, si tiene un hijo a hija drogadicta déjelo, no le diga nada, no hay caso.
No hay remedio, ni rezo, ni poder humano externo que le quite el vicio. Pero sobre todo, no lo ayude. No le dé nada: ni plata ni comida, nada.
Ni le lave las heridas ni lo lleve al médico cuando esté enfermo, ni lo saque de la cárcel nunca. Si usted se compadece y como madre le da algo, él o ella sabrán que al final siempre lo salvan. Y entonces, por su culpa jamás saldrá del vicio.
“Uno se salva cuando lo dejan morir. Cuando a uno lo echan de la casa, y como drogadicto visita el infierno, ve la muerte y al diablo de frente una y varias veces; entonces, por miedo y por instinto reaccionamos sin prometerle a nadie externo, más que a sí mismo, luchar para salvarse".
“Ese es mi caso: yo soy la prueba de que uno puede salir de la droga. Salí el día que mi familia dejó de compadecerse de mí, y al enfrentar a la muerte mi familia no estaba allí para salvarme”.