María Elvira Bonilla.
EL PAIS. Enero 09 de 2009
Ir donde el médico se ha vuelto una de las rutinas de vida más azarosas y aburridoras en estos tiempos. Esa relación humana, amable, cálida en la que el médico, a quien se conocía, transmitía confianza mientras que adelantaba un examen respetuoso, se convirtió en un momento de gran zozobra, que inseguriza en vez de dar tranquilidad. Entre silencios, ceños fruncidos y expresiones como “esto no me gusta”, los médicos enfundados en sus batas blancas logran, aunque se trate de un chequeo de rutina, disparar la estructura de alarma que todo ser humano trata de mantener apaciguada para vivir en paz. El fantasma del cáncer, del mal incurable, invade de inmediato el escenario, a la espera de la larga lista de órdenes de exámenes, corolario de cualquier revisión médica, que traen consigo más inquietud. La relación médico–paciente ha llegado a ser perversa.
El médico ya no es el cómplice que ayuda a encontrar alternativas a las dificultades naturales de la vida y la salud, se ha vuelto una especie de juez que logra hacer sentir al pobre enfermo culpable de su enfermedad, como si a la gente le gustara o buscara estar o sentirse enfermo. La arrogancia de algunos les alcanza para vaticinar y publicitar lo que le queda de vida al pobre cristiano, con descripciones vívidas de lo que le espera en el entretanto, como si su experiencia y conocimientos sirvieran para intimidar y ejercer poder con sus desesperanzados enfermos.
Ni qué decir de la avaricia en el tiempo para la consulta. El régimen impuesto por las EPS y servicios de medicina prepagada les limita a quince minutos la duración de la consulta.
No hay condiciones para lograr un mínimo acercamiento humano, quien entra y sale como un perfecto desconocido para el médico del que sólo sabe el nivel del colesterol o el funcionamiento del hígado. No tiene tiempo o interés para averiguar sobre la historia familiar, los problemas o tensiones cotidianas, indispensables para un buen diagnóstico. Mejor dicho, “a lo que vinimos”. Y el paciente se va con la duda carcomiéndolo sobre su dolencia y los medicamentos, sin atreverse a entrar en detalles para evitar los monosílabos y las respuestas cortantes con las que el médico evita diálogos o cercanía. Al paciente no le queda alternativa distinta a ser… paciente.
“El olor a los hospitales me hace llorar”, decía Neruda. Y hoy tendría aún mayor razón. Los hospitales ya no son los lugares de reposo y de atención para que los enfermos estuvieran mejor cuidados. Son centros desapacibles e inhumanos, donde reinan las caras largas y angustiadas, con largos y silenciosos corredores y salas de espera abarrotadas de visitantes nerviosos que cuchichean atemorizados entre sí. El enfermo internado queda bajo el férreo control de las batas blancas. Llámense doctores, doctoras, enfermeras jefes, enfermeras, auxiliares de enfermería, internos y residentes. ¡Qué autoridad la que ejercen! Distantes y fríos. Qué frialdad, qué fácil olvidan el juramento Hipocrático de servicio, entrega y secreto. Parecen olvidar que es gente indefensa y vulnerable la que ha puesto su salud, es decir, su vida en sus manos. Queda claro, la tranquilidad de que las excepciones existen.
EL PAIS. 9.01.09