Por Rodrigo Valencia Q
“Y entonces dijo Dios: Hágase la luz, y la luz fue hecha”. Sin embargo, si usted no existe no ve la luz, no entiende, ni lee ni oye estas palabras, ni intuye lo que puedan significar, ni conmutar sus significaciones latentes, claras o difusas. Esto quiere decir que primero existe usted, quien es la base de toda realidad, y después existe la realidad; no hay realidad posible sin usted. Por lo tanto, el primer teorema cartesiano de la realidad es, cambiando sus términos originales: “Soy, luego existe lo demás”. Y este solipsismo no es una exageración; ni aunque los demás te digan: “Si tú no existes existen los demás, si tú mueres quedan existiendo los demás”; porque entonces se trata simplemente de una ampliación tautológica y al infinito de lo mismo, porque los “ellos” no son más que otra forma de usted mismo, la conciencia repetida en saciedad de formas hasta el infinito, como la imagen que se ilimita hasta lo imposible en espejos paralelos o el reflejo de la luna en tantos aljibes como haya bajo la noche. Es la conciencia la que afirma, la que niega, la que dice, pone o suprime, calla y otorga toda posibilidad; todo es su juego persistente de probabilidades, todo es su misma luz manifestada en sí misma. No puede haber oscuridad; todo es esta luz de la conciencia que se oscurece cuando no se sabe a sí misma; la oscuridad es el extraviarse de su propia esencia, el desconocerse en los hálitos de su intimidad, el errar por donde no se reconoce este resplandor, el abocarse en los afueras del ser, en el explayamiento de la luminiscencia hacia la orfandad de su inconsciencia, un abismo que se cubre con la sombra de su propia luz. La oscuridad es la forma oscura de la luz, la ceguedad sobreabundante en su propio mirar, el tremendo abismo que se separó, escindiéndose en olvido cataléptico del ser; y de allí pueden surgir las mil y una mitologías, los imperios interpretativos de las preguntas fundamentales.
Luz, sombra, identidad esencial de los contrarios, posible porque los contrarios son sólo términos, conceptos que dan forma a la multiplicidad, y que sólo son posibles en usted, la luz que proviene de sí misma, que deambula en sí misma y se dirige hacia sí misma. No hay otro rastro en el devenir de la existencia, no hay otra aventura posible en las mascaradas de la finitud. Puede usted gritarse: “No me hice a mí mismo, provengo de otra cosa”; es el adjudicarse un origen, una cuna imaginaria para el ser, un nacer de lo que no ha nacido. De ahí que cualquier fraseo como “Tú eres polvo y al polvo has de volver” es reducir el ser a la cáscara de lo pasajero, y no es más que imaginaria suposición; y esta eventual hipótesis proviene también de tu propia realidad: primero existes tú, y después aventuras un albur conceptual, un juicio como ese. Es el riesgo, la libertad para la equivocación, la deslimitación de lo probable haciendo cuentas con su propio haber; un inventario con todo lo posible, la suposición y la certeza mezclando sus contornos difusos, su dispersarse en la multiformidad de los caminos que muestran toda manifestación.
“Luz…más luz”, repetía Goethe instantes antes de morir. Reconozca usted esta luz que es usted mismo; y aunque no quiera, ella no dejará de ser, de estar manifiesta en la existencia, latente en todo acto, juicio, sueño, extravío subliminal, rastreo de los acertijos o goce de los abalorios que abundan en escena. “Esto es Brahman, lo Eterno, y no lo que adoran por aquí las gentes”, repite algún Upanishad; es decir, lo verdaderamente sagrado, secreto, misterio cerrado en su propio nudo, que no se encuentra hasta tanto el antiguo “Conócete a ti mismo” sea tu espejo desde la mañana hasta la noche, el desvelarse en ello con el abandono de todo lo demás; porque, si no, el existir es una transigencia con la inconsciencia, una tienda de gitanos para las provisiones de un día, de un momento, de un instante: la fragilidad incesante de la vanidad, el afanarse imposiblemente en lo insustancial, como el gato que salta tras la mariposa de papel, en un juego que consume el tiempo.
“La verdad está escondida, está rodeada de tinieblas y habita en un jardín misterioso”, es el título del cuadro mío que uso para ilustrar aquí estas pocas líneas. El misterio es el vínculo que atrae las indagaciones, cuando nuestra inquietud por el ser apela a ello; el jardín es usted mismo, la florescencia de toda manifestación espacio-temporal; la noche, la sombra que cubre nuestros ojos. “Toma al cuidado al ente en total”, antigua sentencia de Anaximandro, puede iniciarnos en la hondura reveladora de la tarea que se inmerge en las interrogaciones; y en ello, la propuesta de san Agustín, “No salgas de ti mismo, en ti habita toda la verdad”, hace de mandamiento para rastrear lo que, desde siempre, nunca hemos dejado de ser, así no lo sepamos ni entendamos por ahora, hasta que “El espíritu que se conoce a sí mismo como espíritu” se manifieste como lo Absoluto, según el canon de Hegel.