Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano
Llegaba a almorzar ayer a la Galería del Alameda en Cali y había una calle de honor para un hombre muerto en la mitad de la intersección de calle con carrera. Para su velación no necesitó esquelas de invitación ni avisos de prensa. Era un cuidacarros, de unos 24 años. Alto, delgado, con su bigote incipiente bien cuidado. Su cara lucía ya una sospechosa amarillez. No era de ictericia ni de rabia sino de la tristeza de haber dejado el bullicio de su cuadra.
Algún cliente no satisfecho lo había masacrado a bala, para calmar su ira. Había quedado acostado sobre el pavimento hirviente del medio día.
Lo despidió su gorra roja que salió volando cuando el cuerpo desgonzado cayó bajo el plomo de su asesino. La alcanzó a mirar y sintió que se posaba sobre su cara para cerrar sus ojos como mano compasiva. Después se sumaron al cortejo decenas de clientes y compradores de ocasión que expresaron su pesar al cuidador sin dueño y recibidor de monedas o un billete de imagen arrugada.
La noticia no aparece hoy en primera página en los diarios. Pero fue el recado más duro para su familia y los amigos de la calle donde trabajaba. Era un hombre anónimo, con bluyines rancios y camisa sin señas. Estaba muy pendiente de quienes llegaban en carro a buscar un sitio libre para luego entrar a la plaza de mercado o a comer pescado o a comprar la crema helada. Era uno de esos hombres que, como las mariposas, nadie notaría si no ponía su mano que mostrara el rastro para el cruce sin peligro.
A él ya nadie lo reemplazará porque cada quien trae su Destino, su seriedad o su sonrisa a este pequeño ruedo de la Vida en el que lidia sus bufidos y carreras. Su trabajo era nimio, como al descuido, con la sencillez de un hombre de la calle. Le hará falta a una cantidad pequeña pero suficiente de compañeros de ese informal encargo que se imponía. Los aguacates, las piñas, las papayas ya no serán sus frutas ni las negras que las venden volverán a recibir el piropo repetido.
Su padre anda hoy con una bolsa por la calle, solitario, en busca de un billete para comprarle una caja que lo guarde de las miradas de los vivos. Irá a besar la tierra con su cuerpo, la tierra que lo amó por pocos años y que le permitió bailar mientras cuidaba carros. Se fue callado, sin mirar quien le hacía el favor de quitarle la pobreza de encima de su lomo. Se fue sin almorzar y sin despedirse del plato en el que le regalaban arroz, cola de pescado y plátano cocido. Hoy, quienes lo vimos descansando, coronada de sangre su cabeza y brindándole su estómago al sol que lo abrasaba, le echamos un ramo de recuerdos en su fosa ignota.
- Adiós, muchacho de barrio, de la plaza de mercado de Alameda : quienes sólo te conocimos bien el día de tu muerte sabemos que te fuiste en buen momento. Era tu día y en el silencio de la minúscula boca que te vomitó la muerte, se escondió para siempre un futuro incierto. Como lo es el de todos esos compañeros tuyos a quienes dejaste la herencia del plato aún humeante en la mano de la negra amiga.