Por: Pablo Emilio Obando
Es que no son cristianos. Son pasivos. Dicen: “No debo preocuparme por nada, pues una jirafa no puede convertirse en tortuga”. Olvidan que una bacteria se transformó en humano. Los cristianos asumen ante la vida la posición más cómoda: orar sin denunciar. A lo sumo adoptan la caridad como su estilo de vida.
Ante las injusticias se limitan a ser contemplativos, huyen de la política asumiendo que ésta es cuestión del demonio. Ante un niño desnutrido le recitan los versos del Eclesiastés o las palabras desfiguradas de Jesucristo. Viven su vida con la paciencia franciscana, que no de San francisco de Asís, mientras a su alrededor el mundo se cae a pedazos. Los cristianos ignoran maquinalmente el verdadero compromiso cristiano.
Quién no ha visto a un cristiano orando por las más grandes nimiedades: un carro nuevo, una casa cómoda o una finca con abundantes árboles frutales. Para eso oran y se estremecen. No actúan para cambiar el mundo, simplemente imploran para construir su reino en éste mundo. Hacen del capitalismo su gran templo y de la adoración su pretexto para acceder a todos los beneficios posibles. Nada les importa que junto a ellos los niños mueren por falta de un pan o de una simple oportunidad para acceder a los beneficios más simples que a todos el cielo nos ha dispensado por igual.
Oran y oran como loros pretendiendo con ello acercarse a su Dios; cambian simples ritos y palabras por un nuevo evangelio de suciedad. Dicen: No ores así, hazlo con tus propias palabras, creyendo con ello que las puertas del cielo se abrirán de par en par al sonso y bullicioso repicar de sus palabras fatuas. Repiten hasta el cansancio la parábola de la semilla de mostaza o de los lirios del campo o de los pájaros silvestres que no se preocupan por el pan que comen o por el vestido que ajan. Como si con ello el pan bajara del cielo. Dicen: No juzguéis y no seréis juzgado –sentencia que no pudo ser pronunciada por su Líder, pues, según los Evangelios, El fustigó con su palabra y sus actos-.
A quién se le puede ocurrir que en el capitalismo tal filosofía pueda funcionar. Solo a ellos, a los cristianos que en su angustia existencial pretenden creer que toda pobreza es producto de la falta de fe. Olvidan ellos que los mejores banqueros portan la Mitra cristiana y que las usureras ganancias de sus arcas son el producto de la soez explotación a la viuda, al huérfano y al desamparado. Olvidan la existencia del banco Ambrosiano o de la utilitaria maquinación de las Cajas de Ahorro que gritan a los cuatro vientos que en un simple trimestre obtuvieron las lucrativas y lacerosas ganancias de más de doscientos ochenta y tres mil millones de pesos. Ese dinero fue amasado en el sudor ajeno: de la madre de familia que vendió su sangre para llevar algo de pan a sus hijos o de la insoportable y vergonzante humillación del hombre que no tuvo otra alternativa que venderse al peor postor para recibir a cambio una cuenta de cobro mensual que alimenta las fauces de ese demonio sangriento e insaciable que es el capitalismo.
¿Acaso dan algo más que simples oraciones? Sí, la ropa vieja e inservible que se amontonaba en sus guardarropas o los zapatos de taco desgastado que perdió su brillo en las atónitas carreras por adquirir los nuevos productos en lo almacenes capitalistas de su roída ciudad. También cantan, con los ojos cerrados, con las manos señalando el cielo de su propia desolación. Pero nada más. Todo lo dejan a su profeta, a su torpe manera de ver como un hecho ajeno a sí las injusticias sociales que matan diariamente a miles de niños y dejan sin vivienda a cientos de hogares.
Son los cristianos los profanadores de su propia fe. Olvidan que su Mesías no fue insensible, que se enfrentó valerosamente a las castas políticas y sacerdotales, que elevaba su voz para protestar por los horrores de la existencia humana. Qué dignas lecciones de humanismo y de humanidad pretenden ignorar cuando en su simple ignorancia procuran hacernos creer que su Dios y su Carne fue un simple milagrero que anunciaba reinos que no eran de este mundo. Y se agrupan en Madres de Caridad, en Señores de los Pies Descalzos, en la Congregación de la Santísima Dolorosa o en la insulsa careta del Señor Nazareno que invoca y evoca todos los martirios que Dios u Hombre alguno puedan recibir.
Y se visten de túnicas y se rodean de corifeos eunucos que lo único que saben y pueden es impetrar sahumerios a sus incontables dioses. No entienden que justamente aquello es todo lo que despreció su Señor. Quién más que El para odiar y despreciar a esta casta de oradores que se lucran del dolor ajeno a cambio de unas cuantas monedas que se ajaran en la tierra y se apolillarán en el Cielo. Mira sus excesos el cristiano y se aparta horrorizado en busca de nuevos anuncios de nuevos tiempos y nuevos hombres.
¿Es acaso cristiana nuestra sociedad? Basta con contemplar los miles de indigentes que pululan en cada una de nuestras calles, los harapientos desplazados que inundan nuestros ojos con su visión de ultratumba o los indefensos e inocentes niñitos que duermen en cajas de cartón, lo mismo que las miles de niñitas rameras para entender que ésta sociedad de cristianos es la más horrenda creación de Satanás. Pasan junto a ellos olvidando que cada uno es la expresión de Cristo en la Tierra, la arcilla viva con la que su Dios edificó el paraíso antes de la caída de Adán. Pero, ante su presencia, su única respuesta es su mirada compasiva o, a lo sumo, una moneda humillante que ofrecerá con desdén y complacencia.
Olvidan los cristianos que la mejor caridad es la Justicia Social. Aquella que nos vuelve dignos, que nos devuelve la condición de hermanos o de hijos de Dios. Acostumbran los cristianos reunir a los pobres para hacer notable su compasión. Entregan todo aquello que les sobra por cuanto han sido incapaces de renegar de sus riquezas. Y leen los Salmos y se enorgullecen de saber de memoria los pasajes bíblicos, recitan que es imposible que un rico entre al reino de los cielos pero imploran con todo su corazón a su Dios para ser el próximo bendecido con las riquezas terrenales. He escuchado a algunos jactarse de sus posesiones como una bendición de su Dios mientras en sus empresas niegan un sueldo digno al profesional honrado que no tiene otra cosa que ofrecer a sus hijos que la miseria de salario que obtienen de su trabajo honesto. Y son cristianos que roban al cristiano, que murmuran contra el pecador pero que enajenan para si las posesiones y el trabajo de su hermano en la fe.
El problema de los cristianos es que no son cristianos. No tienen compromisos sociales, han hecho de su religión un medio para esconder sus temores. Cuando nazca el verdadero cristiano habrá muerto el cristianismo. Ese ropaje extraño que cubre la verdadera esencia de su Palabra.
He padecido a cristianos que viendo al niño con hambre le construyen grutas con Vírgenes de piedra y madera; que derrochan a manos llenas el dinero que pudo significar una pequeña casa o un aposento escolar digno y decoroso. Y los he visto construir altares con el dinero del pobre, obtenido con las manos arrugadas de una pobre lavandera que no entiende por qué su hijo tiene hambre. Y los he oído replicando a su Dios ante el incesante repicar de unas campanas que los convoca simplemente para recordarles que su Dios murió en una Cruz por todos los pobres y menesterosos del mundo. Y hacen de su mismo Dios un monigote del cual se puede obtener grandes ganancias… Los usureros banqueros tañen las sonajas para hacer de la pobreza su ganancia celestial.
Esta sociedad no puede ser cristiana. No es cristiana. Ni lo podrá ser jamás. Los millones de pobres que el sistema capitalista concibe son la más clara expresión de inequidad social. Una inequidad tolerada y fomentada por gobernantes cristianos que se arropan en la doctrina cristiana simple y llanamente para medrar a sus anchas en el sentido anticristiano de la vida. Corderos con piel de oveja que usufructúan todas las riquezas terrenales mientras los niños mueren en las calles latinoamericanas, asiáticas o africanas con sus costillas cosidas a su piel por la miserable ausencia de un bocado con qué saciar su infinita hambre. Simples datos estadísticos de piel lacerada y manos callosas.
Y el cristiano calla. Y sencillamente ora al tiempo que vende su conciencia para que los mismos verdugos continúen azotando la Tierra. Y se venden barato. Por simples baratijas terrenales. Su voz no es la de su conciencia sino la de la multinacional de turno que castra y mutila para saciar su instinto capitalista. Calla el cristiano por pudor cuando observa todas las injusticias sociales y cree con ello acallar las voces de todos los muertos que su complicidad ha matado. No es asesino, pero arma al asesino para que cometa sus crímenes. No es verdugo, pero entrega a los suyos para que el hacha fratricida cercene toda posibilidad de protesta.
Y los he visto odiar a los desheredados. A todos aquellos que ante la insensibilidad del sistema económico no han tenido otra alternativa que tomar un arma para saciar su bienaventurada sed. Como aquel niñito campesino que ante su milenaria hambre muere abandonado por las balas fratricidas de los otros cristianos, de sus hermanos que todo le negaron y le ofrecieron solamente la bienaventuranza de un reino en el cielo y la pobreza en la Tierra.
O la niñita ramera que vendía su cuerpo a los miles de cristianos en su animo infantil de espantar su hambre. O el niño violado por los truhanes de Cristo que al tiempo que pregonaban las bondades de su Dios crucificaban en su carne la inocencia de su alma. O la viuda seducida por los Pastores de Cristo que entregaba sus bienes para salvar su alma.
No hay un solo cristiano en la Tierra. Solo Cristo y la miseria de los pobres.