por: Diógenes Díaz Carabalí
Escribir es un acto de libertad, autónomo y democrático. Es decir es un decir de ideas en la contrición de la independencia. Por eso cuando nos colocamos frente al monitor o frente a una hoja de papel debemos ser concientes de la desnudez que nos ronda y de la vulnerabilidad al sacrificio a que nos exponemos.
¿Cómo es el decir de decir las cosas si escribimos con la intención última de ser leídos? Nuestra propia conciencia es la primera ambigüedad. Y no es sólo la ambigüedad la única amenaza latente; son nuestras limitaciones las que impiden decir bien, decir claro, decir correcto... más cuando la primera tentación es comunicar, contar, publicar.
La escritura ha de ser un parto de trillizos después de un coito conciente y una prolongada ingravidez, sin cesárea, para sentir la masoquista felicidad de ver el rostro de las palabras en su correcta secuencia, sin permitir que las ideas con sus pañales reboten y salten en la locura incontenible de anarquizar el idioma. Pero también, después del parto, hay que ser capaz de guardar la cuarentena sin exponerse a un mal viento, que de pronto altera nuestra vanidad, y que una alunada cierre las posibilidades de volver sobre el tejido de los signos.
De allí que quienes se atreven a escribir sean tan pocos. Y de los pocos otros menos llegan a los linotipos. Y de estos muchos menos son leídos. Y otros muy pero muy pocos trascienden el universo, prontuario de los rostros enmarcados en la galería de los sueños, que constituye la esencia misma de la escritura.
Aunque no lo creamos los lectores tienen la valía de no ser ignorantes, ni siquiera cuando niños, o cuando cuentan con limitaciones. Y como no son ignorantes son implacables: si bien es cierto que no saben muchas veces qué es una conjunción, no entienden el origen para que una norma ortográfica se aplique, dónde va un punto o una coma, a cadena perpetua sentencian a quien abusa y desconoce las normas primigenias de la lengua.
Son los que con razón invocan y no dejan dormir en su lecho de gloria a Cervantes, remueven los huesos a Góngora, tiran de la cobija con que se arropa Lope, invocan a Quevedo, rebullen a Azorín, claman auxilio a Pérez Galdós, le prenden veladoras a Pardo Bazán y culpan de las penas a los últimos vanguardistas. Son los que persiguen a Gabo, aún en vida, cuchillo en mano porque sacó de la cómoda el olor de la guayaba.
Por eso quien escribe, así sea una simple columna en un periódico de provincia, está obligado a no dormir; el desvelo ayuda a no comerse ni trocar los testimonios, para con respeto pedir que se incluya el extraño bramido que salió de su parto. Necesita navegar por los diccionarios y los libros, pedir permiso con suma educación a cada letra y repasarla en el pedido exánime de figurar en las palabras. Cuando todo esto sucede nos damos cuenta que la mayoría de las veces escribir no sirve para nada, pero estamos obligados a seguir haciéndolo.