martes, diciembre 16, 2008

A la memoria de Ignacio Ramírez +19-12-07

EL TIEMPO ES MÁS LARGO
QUE LAS MARCAS DE LA EDAD



Por Leopoldo de Quevedo y Monroy

El tiempo es un pasajero diario que viene a este hotel que es el universo. Cada día se levanta con cara de niño, cambia de traje y nadie le ha visto una caries porque jamás le salieron las cordales. No le pregunte usted la edad porque acaba de llegar al mundo esta mañana. Uno es el ingenuo que se pone a contar segundos, minutos, días, años y centurias y se los acomoda encima de las arrugas.

El reloj ha cambiado de fisonomía. De la vara de encina o de la piedra alta en el desierto que esperaba el rayo de sol que pintara su sombra a sus pies, o del frasco con doble vientre que vacía la arena y le da vuelta cada hora, hoy son dos puntitos que se mueven sin mirar atrás en la pantalla. El tiempo pasa sin envejecerse. El árbitro en cada partido pondrá su cronómetro en ceros y empezarán los jugadores a correr tras la pelota. Y así comenzó el reloj de nuestra existencia, en un punto cualquiera del interminable tiempo.

Sólo al hombre se le ha ocurrido medir fuerzas con el tiempo. Cuando nace dice hasta la hora al notario que acredite el momento en que sus ojos dejaron el materno velo. Cuando entra a aprender las letras, en la matrícula aparecen contabilizados los diítas que ha vivido. Cada año, hasta los siete, los padres le celebran haber alcanzado el final de “un año más de viejo”. Si abre una cuenta de ahorro, debe consignar primero, entre otros datos, el día y la fecha de su nacimiento. Si acaso llega a los 18 y se vuelve de mayor edad, debe hacerse retratar y el estado le da ciudadanía, pero debe registrar en qué momento pisó la tierra en que habita. Si quiere comprar una casa o salir del país con una visa o va a dar cuenta de por qué le duele el corazón, el médico, el cura, el vendedor y hasta el gerente le preguntarán cuál es su edad. Y, al levantarse, el espejo, cuando se va a afeitar o maquillarse las arrugas y las canas, le estará guiñando el ojo recordándole que los años están haciendo su trabajo.

Pero el tiempo pasará a su lado, usted mirará el reloj y jamás saldrá de sus labios un reproche por el retardo o le hará una mueca de desdeño porque los años se le han venido encima. El tiempo va muy aprisa, con cara nueva, y no va a entrometerse en las cuitas del humano. Usted ya tendrá las piernas lentas y de sus ojos colgarán unas ojeras o le llegará el mensajero con la cuenta de cobro por el lote en el cementerio. En eso el tiempo no tiene la culpa. Son sus amigos y la gente de la calle que lo mirarán como un objeto ya en desuso y le dirán que ya no tiene arreglo.

Edad y tiempo parecen cara y sello, pero en realidad nadie se ha preocupado de acuñar esa moneda. Asimilar la edad de una persona con el tiempo que ha pasado por su espalda no es cosa sabia. El tiempo le ha prestado sus horas para vivir, gozar, hacer pereza, amar, despilfarrar, viajar, programar, idear y llorar. No es justo que algún día el humano le atribuya los achaques y chocheras que le llegan a su cuerpo ignorando el placer de haber tenido en el bolsillo la libertad de hacer con él lo que le plugo.

El tiempo y la edad del hombre van caminando uno por la acera izquierda y la otra por la derecha. Llegará un día en que la edad lo despedirá de noche y en la mañana siguiente el tiempo se levantará con cara de niño, se cambiará de traje y saludará a otros niños que nacerán en su seno para siempre joven.
11-12-08 4:22 p.m.

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