lunes, diciembre 29, 2008

GESTOS Y NO RAZONES

PIZARRON



Pablo Emilio Obando A.



El 8 de enero de 1889, Franz Overbeck, teólogo de Basilea y amigo de Federico Nietzsche, llega a Turín en su ánimo infructuoso de rescatar al filosofo del martillo de los laberintos de la Locura. Nietzsche se encuentra “rodeado de papeles” y de ellos rescata el texto “El Anticristo”: “esta obra, arma de combate de católicos contra protestantes, de protestantes contra católicos, de creyentes contra ateos, de ateos contra creyentes, de todos contra Nietzsche; esta obra, maldecida, calumniada, injuriada, exaltada, aplaudida y, sobre todo, malentendida y desconocida, es la conclusión necesaria, de todo su camino mental…”. De un camino mental que envolvió al propio filosofo en la desesperanza de su existencia, de profundos deseos de un nuevo hombre y de una nueva heredad, de un nuevo y renovado ser que responda al llamado de La Tierra. Para Nietzsche el hombre de su época, lo mismo podríamos afirmar hoy, “El “creyente” no se pertenece a sí mismo, sólo puede ser un medio, tiene que ser consumido, tiene necesidad de alguien que lo consuma”.

Y ese “alguien” podríamos denominarlo necesidad de lucro, por cuanto y, sin duda alguna, “la humanidad prefiere ver gestos a oír razones…”; la proliferación de sectas, catervas, iglesias, grupos de oración, casas de espiritualidad, etc. no son sino la clara expresión de que el hombre necesita ser explotado en su infantil animo de aproximarse a su Dios. Primero la necesidad, luego la ganancia, posteriormente el lucro de un Pastor, Obispo o patriarca que pretende convencernos que en su intercesión se encuentra el camino de Dios. Fatal determinación que convierte al hombre en simple materia de usurera ganancia.

El hombre del siglo XXI, lo mismo que el hombre del medioevo, sigue convencido que su destino está ligado al capricho de los dioses; invoca y evoca milagros para despertar en sí mismo el ansía de paraísos que se abrirán al tintineo de monedas en las faldas del Pastor. Nirvanas que solo entienden el dolor y la angustia humanos, pero no para aliviarlos ni consolarlos sino simplemente para medrar en ellas al amparo de sus mezquinas especulaciones.
Basta recorrer unas cuantas cuadras de nuestra ciudad para encontrarse con el espectáculo dantesco y simiesco de unos cuantos creyentes que danzan en su ingenuo deseo de encontrarse cara a cara con su Dios. Niños, mujeres y ancianos que se visten de manera rancia para complacer a su Señor: “Todo pecado se cura con monedas”. Las mismas que titilan en las alcancías de los oratorios, en las bolsas blancas y largas que cuelgan de la mano del tullido que espera un milagro para abofetear el espacio que lo separa de su prójimo. Por que al fin y al cabo ese es el verdadero Dios, el metal bruñido y esculpido en la casa de la moneda; el mismo con el que a cientos de pecadores les permite reconciliarse con su Dios después de robar y esquilmar al prójimo. Viles monedas que acallan la conciencia cuando no se tiene el valor necesario para clamar por el niño que duerme en la calle o por la escuálida ramera con la que minutos antes nos acostamos y que con ello mitigo su hambre.

Y nos venden la falsa idea que con el Ungüento traído de Israel, o con la replica de la reliquia en forma de momia venerada en los Templos de la cristiandad, cesarán los espantos del hambre, de la guerra o de la malformación. Y se abren los templos, las pagodas y los adoratorios a todos los necesitados del mundo; a cambio de unas cuantas monedas tendrán la posibilidad de ver reconstruida su mano deforme o su boca torcida. Todo es posible siempre y cuando el metal brille en las arcas de los Insaciables que a cambio de ello ofrecen migajas convertidas en caridad o en casitas de millón. Olvidamos los hombres que no es la caridad lo que nos hace falta sino la Justicia; la primera envilece, la segunda enaltece.


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