POR: MARCO ANTONIO VALENCIA
Esta mañana fui donde la pitonisa que escarba mis días en el sol de mis entrañas. Y me dijo de una, sin preámbulos ni disimulos, que esa mujer del carro blanco no me convenía. Que si meto el dedo en su cuerpo, abriré el dique de un río turbio, lleno de corrientes violentas y rápidas que jamás me dejarán escapar.
Esa mujer, me dijo, espantando el humo del tabaco de su rostro para que pudiera verle los ojos amarillos y ensangrentados, es la perdición de tu alma. Si pones tus ilusiones sobre su pecho y vuelves a beber en su compañía, caerás en un hechizo para el cual no hay remedio, ni brujos, ni antídotos. ¡Te lo advierto!
Quise preguntar algo, pero no me dejó, tomó mi mano, me señaló una línea y con voz de ultratumba continuó, ¿ves esto?, es un corte de peligro, esta liniecieta de aquí, es ella. Y en ti esta continuar con tus días mediocres de felicidad, o cruzar la vida, y partir tu destino dejándote seducir por la incertidumbre de una aventura sin ojos. Y lo peor, mi muchacho, es que puedes elegir. Pero ni lo pienses. Sencillamente no la vuelvas a ver. Olvídate de ella, vuela por otras montañas otros mares, otros amores. Allí donde alguien pensó triunfar han muerto decenas. Nada, ni nadie puede contra esta hechicera insaciable de amores arrebatados. Déjale esos heroísmos a otros. Además, no te salvaras, quedarás incinerado allí, entre su vagina y sus historias.
Tus ángeles han evitado la caída. Están despiertos desde entonces, cuidándote, en vigilia, pero ya flaquean, y si los devaneos vuelven, nada detendrá tu caída en la cama de esa historia terrible. La hechicera es poderosa y sabe que tiene que vencerte, atraparte, llevarte consigo como un trofeo. Huye. Simplemente huye, entes que sea tarde. Y no te puedo decir más, ni dar respuestas. Págame, deja allí lo que quieras, hasta luego.
Y me dejó solo, en medio de un cuarto con piso de barro, paredes de bareque con telarañas en las esquinas y matas secas encima de los armarios, con ropa colgada en cabuyas sobre la cama y un racimo de plátanos a un lado de la mesa. El olor a eucalipto se confundía con el de hierbas y otras ramas que desconocía. Un gato con sus ojos de diablo me vigilaban desde la penumbra. Del techo colgaban ollas tiznadas, cueros disecados y creo que hasta un murciélago hacia su siesta por ahí.
Salí del cuarto y tuve que cerrar los ojos porque el brillo del día me lastimaba. Había un barranco y algo me empujaba hacia él. Siempre pasa. Un espíritu burlón me empuja, me toma del cuello y quiere divertirse conmigo viéndome volar y destartalado al final de cualquier abismo. Pero no, no es el momento de jugar a las fobias. Y me pregunto: entre el abismo de ahora y el que me señala mi pitonisa, ¿cuál es peor?
La mujer que me espera en el carro blanco, saca la mano, y hace señas para que baje rápido.