Por: Marco Antonio Valencia Calle
Me gusta salir a las calles del mundo, caminar perdido entre la gente, mirar la cotidianidad de la vida, apuntar, y ¡clic!; así como me gusta luego sentarme a ver las fotos detalle a detalle en la soledad de mi casa, en Vancouver. Las fotos de Popayán me quedaron preciosas. Es una ciudad que guarda su magia para las cámaras. Mejor dicho, me parece más bonita retratada que en la realidad, sin decir que la ciudad no tenga un paisaje pintoresco y bello, especialmente en los días de Semana Santa, donde todos los ciudadanos ponen de su parte para enlucir sus casas y espacios públicos.
Mi especialidad es fotografiar desnudos de mujeres de la cotidianidad. Mi trabajo comienza en cualquier calle, en cualquier lugar, en donde me atrape un olor, un gesto, o una sonrisa misteriosa. Me gusta ensoñar a una mujer que pasa por la calle, perseguirla, acercármele despacio, llamar su atención, hablarle de cualquier cosa, comenzar a contarle de mi trabajo, hacerla reír, lograr que me acepte un café, seducirla con la historia y con la palabra, y finalmente… lograr que se desnude para mi Nikon. Es todo un desafío. El arte del cazador. A veces no sé qué es más difícil: si encontrar una mujer natural y corriente que valga la pena, enredarlas hasta convencerlas, o tomar las fotografías.
Me atrevería a pensar que esta es una ciudad para los que aman la soledad, o para los que disfrutan del silencio y el anonimato. El cuarto día, el Jueves Santo, cuando ya creía que mi viaje a Popayán en busca de una mujer para mi Nikon era en vano, detrás de un ramo de veraneras, en el jardín de una casona vieja con lava pies, descubrí a la mujer que me recompensó la paciencia. Una chica de cabellos rojos y miradas que estremecen.
Las mujeres de una ciudad como ésta, tan húmeda y silente, tan anómala y vertical, despiertan un encanto especial para los hombres que venimos de ciudades con el frío del otoño, la primavera y el invierno entre los huesos. No sé si me explico. Hay personas que aman el Caribe y las mujeres del Caribe, que sueñan con barranquilleras o boricuas de labios gruesos o jineteras cubanas por sus anchas caderas y su alegría espontánea. Pero las mujeres de los Andes, o mejor, las mujeres para mi Nikon, son como las que una encuentran en Popayán, porque lo tienen todo, y lo saben todo al mismo tiempo.
La mujer hablaba por teléfono. Comencé a tomarle fotos a discreción, ella me descubrió y sin decir nada, sin dejar de hablar, sin soltar su teléfono, y como si me hubiera leído las intenciones, comenzó a desnudarse con una maestría deslumbrante. Luego soltó el aparato, se me acercó y me dio un beso. Sus senos rozaron mi lengua o viceversa, no sé. El beso fue largo, extraño, profundo, incandescente, quemante. Lástima que no se puedan fotografiar los besos. Luego desapareció sin más, pero yo, con ese beso, con esas imágenes en mi Nikon, encontré el nido de las mariposas amarillas de la irrealidad de Macondo, el origen de los arcoíris en el universo, y hasta la explicación de las fiebres tropicales que mataron al Libertador en Santa Marta, mientras idolatraba a su amante Manuelita.