Uno de los mejores recuerdos que tengo de mi infancia son las vacaciones, y más si se acompañaban de fuertes vientos, muy comunes por esta época del año. Recuerdo con gran placer, cómo las ráfagas de aire chocaban contra mi rostro.
Eran tiempos en los que las actividades lúdicas y recreativas del día empezaban muy temprano y se terminan bien entrada la noche.
Y una de esas actividades preferidas era volar, así fuera imaginariamente. Con mis amigos, cada verano, nos reuníamos y diseñábamos modelos “nuevos” de cometas. La clave era fabricar una cometa propia y lo importante era hacerla con nuestras propias manos. La tarea empezaba seleccionando los palitos que conformarían su estructura, luego los cortábamos, los pulíamos y los anudábamos fuerte para resistieran los embates de las ventiscas. Después venía la selección del plástico que íbamos a emplear, tenía que ser resistente y vistoso, para que la futura cometa se viera a muchos metros de distancia. Finalmente, si el diseño lo ameritaba, destrozábamos algunas prendas viejas para hacer la cola y comprábamos un cordel lo más largo posible.
Después de las últimas revisiones venía el momento decisivo, la prueba de verdad, hacer que la cometa diseñada volara con estilo y por sus propios medios. Cometa que se respete debe volar muy alto y hasta con poco viento… nada de correr para que pueda volar “porque se puede volver correlona”, nos decían. Ahora que lo pienso no sé de dónde saldría semejante versión pero recuerdo que nos cuidábamos mucho a fin de que nuestra creación no fuese a padecer semejante maldición y nosotros semejante vergüenza.
Ver cómo la cometa alzaba vuelo y se sostenía en el hermoso cielo azul era todo un espectáculo. Jugábamos a “enviarle telegramas” a nuestra cometa rasgando trozos de papel que se le pegaban al cordel y éstos subían rápidamente hasta ella. Nos turnábamos para tener la madeja y sentir el tirar del viento. Y, si por algún mal golpe de la suerte, el cordel se arrancaba, corríamos como locos a buscar dónde había caído nuestra pobre amiga.
Esta evocación nostálgica es para reivindicar uno de los mejores pasatiempos de las vacaciones: elevar cometas. Es un placer que los niños siempre recordarán y que aún de adultos apreciarán con cariño. Esta práctica une familias, hace amigos, genera solidaridades y activa la imaginación. Vale la pena sacar un tiempo, desempolvar la cometa vieja —o, mejor, hacer una nueva— e ir a elevarla este fin de semana.