por: Juan Carlos Pino Correa
Yo no entendía lo que me decía. Nunca entendía. Por eso, antes de llegar a aquella esquina apretaba los puños dentro de los bolsillos de la chaqueta y me concentraba. Hoy lo voy a escuchar con atención, decía.
Hoy voy a entenderlo. Y en seguida aparecía él, sentado en su silla de ruedas, como siempre. Y aparecían sus ojos de un azul profundo, como este cielo que no alberga nubes en otoño. Y la frase se me venía encima a quemarropa. Y esta vez también los sonidos no sonaban a nada y volvían a ser sólo enigmas auditivos o balbuceos ininteligibles. Y nada más.
Entonces, por respuesta, yo sonreía.
Había visto a aquel viejo por primera vez a finales del año pasado, en una esquina de la Calle del Quijote. A las dos, cuando iba a recoger a Isabel, él ya estaba en su silla de ruedas en la parte baja de un edificio de cinco pisos, junto a un grafitti sangre que gritaba “torero”. Al verlo yo no podía evitar imaginar que al hombre lo llevaba hasta allí una mujer de su misma edad vestida siempre con falda, bufanda y saco cafés y que luego se dejaba arrastrar por su perro hacia otra esquina o hacia algún parque, mientras él se ungía de sol, sin broncearse, sin calentarse siquiera, porque el sol en esta época ni broncea ni calienta.
De tanto encontrar al viejo, de tanto no entenderlo, su rostro, su figura y su voz empezaron a parecerme familiares. Y me pregunté por su historia. Acaso fue republicano en los días de la guerra civil, me dije, y su invalidez es producto de aquel tiempo aciago. Sí, podría haber sido republicano aunque jamás en su vida hubiera leído a Miguel Hernández y ni siquiera reconociera aquel nombre si alguien lo mencionaba. Pero también era posible que hubiera militado en el bando nacional y ahora guardara en casa como su más preciado tesoro una bandera española con el águila franquista. ¡Como un tesoro! ¿Y si no fuera ni una cosa ni la otra? ¿Si ejerciera apenas como un tierno abuelito que no se acuerda del pasado y sus miserias y no se acuerda tampoco del presente y sus miserias?
En eso me quedé pensando mientras seguía el camino. Y también pensé en mi incapacidad para comprender a ese hombre de mirada expresiva y gestos apacibles que una y otra vez, en la misma esquina, me hablaba con voz extraña y laberíntica, con sonidos ininteligibles, pero sonidos al fin. Siempre igual. Sin duda él tenía una historia por contar, como todos, o alguna pregunta por hacer, como todos, y yo, detrás de mi sonrisa de evasión, nada comprendía. Nada.
Sí, yo nada comprendía.