obra de Hardy Balanta
POR: Francisco Campillo
No deberían existir los recitales de poesía, pero existen.
Nada podemos hacer a favor de su pronta extinción, salvo dormir y soñar que en lugar del recital existe algo como el sueño hondo y placentero, incluso, con pausados ronquidos de fondo como los que a menudo incomodan a los despiertos pero quizá aburridos asistentes a recitales de epónimos poetas que cargan en metafísicos costales, caca y prestigio.
No deberían existir los recitales de poesía, pero existen.
Nada podemos hacer a favor de su pronta extinción, salvo dormir y soñar que en lugar del recital existe algo como el sueño hondo y placentero, incluso, con pausados ronquidos de fondo como los que a menudo incomodan a los despiertos pero quizá aburridos asistentes a recitales de epónimos poetas que cargan en metafísicos costales, caca y prestigio.
En todo caso dormirse en un recital de poesía es un hueco por donde el recital se hunde como un barco estrafalario en aguas pantanosas. Pero si uno mismo es quien recita el poema, el asunto reviste una gravedad no exenta de contaminaciones penosamente hilarantes, porque resulta que en mitad del poema, a uno le entra un arrepentimiento desesperado cuyo efecto es un desastroso alargamiento del poema que uno supuso despacharía en pocos minutos, pero que de pronto, sin saber cómo, parece que entre uno más avance en su lectura, menos probabilidad se tuviera de llegar a la de repente remota orilla del verso final.
Debe ser que todo ello proviene de los ronquidos sin ubicación determinable en medio del inexacto mapa de los asistentes, pero cuya precisa semejanza con el inquietante sonido de una flatulencia (léase pedo), pone perlas de sudor en la frente, pues aunque nadie se ría hay una malsana nube de hilaridad a punto de estallar en lluvia y truenos de francas carcajadas. Y uno en medio del oceánico poema, alcanza a pensar no se sabe bien porqué, y a modo de una hipótesis fugaz y brumosa, que todo no es más que un perverso efecto desestructurante, nada muy concreto, pero justamente la inconcretez del ronquido-pedo en medio del recital reduce, clausura, apaga, desmotiva, derrite, desvía, disipa, deconstruye derridarianamente algo en el recital, que no es todo el recital sino que es una cosa espesa que está ahí sin mucha vistosidad, como en la parte de atrás de la esencia misma del recital, sosteniendo de un frágil hilo su efectuación o importancia.
El final del recital coincide con el brusco despertar a causa de la estridencia de aplausos que estallan, entonces uno se levanta, hay que confesarlo, muy satisfecho de haberse dormido, no hay culpa ni vergüenza; es más, de manera por completo inocente, uno se dirige hacia donde el ilustre poeta, que por lo general es un fulano, algo apocado pero con intereses fraudulentos y pomposas ínfulas de trascendencia, y uno lo felicita con entusiasmo por cosas que jamás uno vio ni escuchó –por fortuna–.