POR:Juan Carlos Pino Correa
Ya era de noche cuando llegué. En el patio principal un grupo de adolescentes bailaba en armónica coreografía mientras la música palpitaba seductora en el aire frío del Sur.
A su alrededor, desde los corredores y desde el segundo piso, hombres, mujeres y niños de piel cobriza observaban expectantes... Aplausos por doquier, sonrisas, alegría, un orgullo diáfano… Acaso también en ese instante afloraba alguna nostalgia. Luego salieron a escena otros adolescentes y jóvenes, algunos niños, y entre canciones, revistas de gimnasia y danzas, la noche se colmó de una magia que yo ya había sentido en otro tiempo, hace décadas, y que volvía a resurgir ahora y me erizaba la piel.
Almaguer me había erizado la piel muchas veces y por mil motivos En su historia de cuatro siglos y medio hay bonanzas diversas, terremotos, violencias, visiones delirantes, mitos de gloria y de caídas, tomas guerrilleras, relatos fantasmagóricos. Tal vez por eso las tristezas, los dolores, las desesperanzas de una estirpe agobiada por las tragedias se me enconaron en el alma y no puedo en mis escritos evitar un tono sombrío para referirme al Sur entrañable. Pero esta vez los estremecimientos eran diferentes. Sentía en niños, niñas y adolescentes —estudiantes de la Normal Superior Santa Clara o invitados de otros colegios del Macizo a su Semana Cultural— un hálito de regocijo, de libertad, como si por un instante la inclemencia del mundo no pudiera tocarlos. Tampoco la inclemencia los tocó al día siguiente al componer trovas o parodias bajo el agobiante sol de lo frío o cuando en los corredores del claustro hicieron sus exposiciones artísticas o mostraron sus experimentos de física y de química con la suficiencia de unos expertos.
También yo había estado antes allí, en el patio, en el escenario y en los corredores pero a pesar de los muchos intentos aún hoy no he podido recordar qué ideas me envolvían frente a ese público que observaba con atención la lúdica y el arte de los niños que entonces éramos. Sin duda también estábamos tocados por aquel hálito de regocijo y de libertad propicio para la germinación de los sueños, cual alfaguara inagotable.
Luego el tiempo es lo que es.
En el viaje de regreso, todas las imágenes y sensaciones se vinieron de nuevo en tropel y pensé en las ilusiones que estarían construyendo día a día los niños y los adolescentes de este hermoso pueblo donde yo nací. Y me envolvió un deseo. Una utopía. Que aquellas ilusiones no se extravíen, que haya un horizonte luminoso para ellas a pesar del tráfago del destino. ¿Cuántas de aquellas podrán derrotar a la intemperie del mundo? Imagino que muchas. Porque las almas guerreras nunca se dan por vencidas. Aunque la inclemencia no ceda.