lunes, diciembre 10, 2007

Cómicos de la lengua

por: Francisco Campillo


Hace unos días en el parque Caldas me topé con un gran humorista payanés, el más admirable de todos, reconocido por el colosal efecto hilarante de sus chistes y calambures con los cuales sazona tertulias y ágapes en ilustres casas payanesas; iba cabizbajo, con la mirada clavada en el pavimento, como si se le hubiera extraviado el alma.
Maestro le dije, llamando su atención. El hombre alzó la mirada, una mirada llena de grisura, que reflejaba la tristeza del cielo ceniciento de donde pronto se desprendería el más tremendo aguacero. Cómo estás Francisco, me dijo; yo bien Maestro, le dije, pero a usted lo veo un poco alicaído.
El Maestro suspiró, peló sus horribles dientes, mas esta vez no salió una de esas carcajadas que siempre sirven de preámbulo a sus chistes, sino una mueca lúgubre. Francisco, me dijo, Popayán me ha convertido en este payaso de tres pesos, detesto mis chistes, detesto a muerte el chismorreo del cual nutro mis calambures y chascarrillos, detesto la mediocridad de esta vida mediocre que tiene en mí a su arquetípico pelele, en el cual esta ciudad de monigotes y peleles, contempla con mediocre orgullo su bolsona pelelidad, madre de la pelilidad más pelela del mundo.
Por un instante me dieron ganas de carcajearme pues pensé que era el último y quizá más genial de sus chistes, pero viendo su cara de palo, por donde resbalaba una gruesa lágrima del color azufroso del orín enfermo, preferí poner cara de acontecimiento y preguntarle a qué se debía semejante mudanza, más aún cuando muchos en la ciudad aseguraban que en su magnífica figura de cómico, el tan mentado humor payanés coronaba el Monte Everest de su máxima realización.
No Francisco, me dijo, la altura de mi chistes a duras penas alcanza la no muy alta cima del Morro, mi desgracia es haberme convertido en un payanés chistoso, es algo horrible, vos que no sos de aquí, no lo podrías saber, pero llevo arrastrando esto durante toda mi vida, y yo, me dijo, desde su cara que parecía un papel arrugado por la mano poderosa de Dios, soy un hombre serio, ¡un intelectual!, ¡un filósofo!, ¡un poeta! pero desde hace mucho mis coterráneos me ven como un badulaque, y no solamente se ríen de mis chistes, se ríen de mi, se ríen de lo que Popayán, la horrible, me ha convertido, entendés me dijo sacudiéndome el brazo, ahí bajo la estatua del sabio Caldas donde nos habíamos detenido, y que ahora nos miraba a punto de echarse a reír mientras el aguacero caía sobre nosotros y nos emparamaba como a dos payasos sin gracia en medio de un escenario anónimo y vacío.

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