Por RICARDO EASTMAN DE LA CUESTA
Popayán
El Nuevo Siglo.
Bogotá. Colombia.
REGRESAR a Popayán es uno de los privilegios de la vida. Cuna de grandes hombres, con prosapia y estirpe. Ciudad blanca, metro a metro llena de tradición. Embrujada por los ancestros. Con calles, puentes y faroles que la acercan al ensueño y ayudan a recordar la historia nacional, protagonizada en mucha parte por sus mejores hijos.
Lugar sin clima: con saco va bien, en camisa también. Su armónico paisaje, algo averiado hoy, lo describe Guido Enríquez: es la hermosa combinación entre la montaña, el valle, la colina, el río, el cielo y las nubes. Remanso para encontrar la tranquilidad, los pocos siquiatras que se arriesgan a servir desde allí fracasan pronto. ¡Qué ayuda podríamos requerir en ese oasis de serenidad! La siesta, la gran costumbre española que desaparece con el crecimiento de las ciudades, es obligatoria. Entre doce y dos de la tarde se desocupan las vías y las oficinas, y todos a dormir. Qué mejor manera de vivir.Pero alrededor del casco histórico crece una ciudad distinta. Un fenómeno particular, que en lo general semeja al caso de Cartagena: rica, mundana y romántica en la parte amurallada y carente y explosiva en la barriada que la rodea. Atrevida cuando es turística, agresiva cuando vive su propia realidad. Popayán es un crisol de mestizos, indígenas y negros. Sin el turismo sexual que desdice del “corralito de piedra”. Una mezcla que en otras épocas hubiera existido doblegada como servidumbre del “blancaje” local. Una urbe entre moderna y reflejo de la pobreza de sus habitantes. Casas de ladrillo a la vista, siempre sin terminar, centros comerciales que irritan los recuerdos bucólicos de los viejos estudiantes de la Universidad del Cauca.Lugares de música guasca y concurridos asaderos que desplazaron a los tamales y a las empanadas de pipián, difíciles de encontrar para el visitante ocasional.Hay que llegar a Popayán en Semana Santa. La ciudad vibra y vive como nunca. Aplaza la siesta y aumenta la fiesta. Peca y reza, para empatar. Sus extraordinarias procesiones y toda la parafernalia cultural que enriquece la religiosa celebración son más que poderoso imán para locales y extraños. Pero para completo el contento hay que recuperar todo el departamento.
Que tiene muchas zonas de una pobreza que estremece, todavía con amenazas reales de la guerrilla. Territorios en conflicto por acción de la subversión, los narcotraficantes y el desencanto de los indígenas con el gobierno. Además, hay que llevar el progreso y el desarrollo a su costa Pacífica, lugar reconocido por las carencias y el atraso. Es deber facilitar la vida en la provincia caucana y así impedir el desplazamiento hacia Popayán, una tragedia social para esa capital. Los “patojos” no pueden retroceder, ni para tomar impulso. Y la llegada de tanta pobreza no crea la riqueza que pudiera compartirse si cada colombiano vive y progresa en su patria chica.