sábado, febrero 17, 2007

LIBRO: POPAYAN 470 AÑOS DE HISTORIA Y PATRIMONIO


EL TIEMPO, Febrero 15 de 2007

El ex presidente Belisario Betancur rinde homenaje a la capital caucana

El siguiente es el prólogo del mandatario al libro 'Popayán. 470 años de historia y patrimonio' (LetrArte)

"... en Popayán de piedra pensativa..." (Eduardo Carranza)

Abrazada por la nieve en un coloquio de nubes blancas y paredes blancas; cantada hasta las más altas cimas líricas por grandes poetas, tales el infatigable don Juan de Castellanos; los clásicos Maestros; Guillermo Valencia y Rafael Maya; los piedracielistas Carranza y Gerardo Valencia. Elogiada con delirio por prosistas como Alberto Lleras y Baldomero Sanín Cano; elevada al cielo cual incienso gótico por escultores como un Edgar Negret; pintada por pinceles limpios y copiosos como los de Efraín Martínez; coronada de gloria y de sabiduría, su resplandor irradia por doquier, como si los presocráticos se soslayaran detrás de sus celosías para irrumpir, llenos de conocimiento, en el claustro varias veces centenario, en cuyas escalinatas sobrias el mármol evoca con elocuencia a los gobernantes que allí han escanciado el saber y la prudencia.

¡Entretanto, el río le ciñe con amor la grácil cintura!

Los festivales de música son estuario melodioso en el cual fondean las cadencias en su homenaje. El barroco florido de sus templos fervorosos y de sus procesiones devotas, dice de la religiosidad que señorea por las calles ilustres, en tanto que la imaginería pura de los Legardas y Caspicaras, dice con labios tenues y gestos ansiosos, la unción amorosa de las catedrales, templos y capillas centenarios, simbiosis entre lo religioso y lo cultural, catarsis evidente o purificación confesional, según sus más conspicuos exégetas. No en vano el consentimiento universal que según los filósofos es criterio de certeza, asegura que por sus calles deambuló, en sus casonas vivió y bajo una añosa palmera frente a la catedral, está enterrado, el Caballero de la triste figura, don Quijote de la Mancha, espejo de generosidad, nobleza e hidalguía.

Que tales rasgos -hidalguía, nobleza y generosidad-, están entre los distintivos de su gente: una gente vestida de grandeza, que soslayan los enlutados ropajes pudorosos del carguío, y homologan en identidad colectiva de patojos y aristócratas las Semanas Santas suplicantes y copiosas.

* * * *

En este lugar vale la repetición de una confidencia a modo de declaración de amor, que suelo hacer por reiterar mi gratitud a la ciudad blanca. Y a su gente de inmenso corazón y mente clara.

Más de una vez he asistido al desfile parsimonioso de la religiosidad y el fervor, por las calles ceremoniosas y adustas, el río procesional de la misma instancia rumorosa de altares que rezan y que unen al común con la prosapia en una sola cadencia.

Según el hermoso y apodíctico símil de Heráclito de Efeso, que el historiador francés Fernand Braudel presentara como fundamentación de las sobreposiciones de la historia, nunca nos bañamos dos veces en el mismo río, porque la segunda vez que lo hacemos, una agua diferente empapa nuestros cuerpos: el agua anterior, quizá ya haya llegado al mar. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar / del vivir, que es el morir, según el clásico. La filósofa Margaret Mead escribía, con razón, que nadie vivirá toda su vida en el mundo en que nació, y nadie morirá en el mundo en que trabajó en su madurez, máxime con la aceleración contemporánea de la historia, en que cinco años actuales valen como cincuenta del siglo anterior, al igual que doscientos años del siglo XVIII valdrían solo como un año en el año 2010.

Con nuestro mestizo ser andino; con nuestra alma andina, cobriza, lenta en su andar y en su meditar, ocurre todo lo contrario: no hay prisa en el vivir, tampoco la hay en el morir.

Despaciosas nuestras almas, los americanos agradecemos a España los debates sustentados a través de los teólogos de la Escuela de Salamanca -Vives, Suárez, Vitoria, entre otros-, que llevaron al reconocimiento de que los primitivos pobladores de América tenían alma. Tales debates no eran solo crípticas disquisiciones monásticas sino reflexiones metafísicas profundas que, muchos años después, resultaban todavía insuficientes para domeñar el pensamiento de Hegel; para quien no solo éramos seres que carecían de alma, sino que incluso los animales americanos presentaban condiciones y cualidades menores que las de sus homólogos europeos, asiáticos o africanos.

Macilentas nuestras almas, pero ellas escribieron en la literatura khogui que aquellos antepasados estaban llenos de sabiduría porque dondequiera se reunían a dialogar con su propio corazón.

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El hermoso libro que el lector tiene en sus manos, recoge el florido esplendor, de la ciudad rediviva, llamarada que llega encendida de la nieve al río.

Plumas tenues trazan con silencios su huella. Plumas recias narran con gritos su llanto. Quién canta con altura sus alturas. Quien describe con gestos sus gestas. Y con manos cenicientas recoge sus cenizas. Otros la miran levantarse de su propia yacencia, de la mano múltiple de su gente: ¡ah, su gente! ¡Su gente, su riqueza esencial y primordial!

Este bello libro quiere ser devocionario y letanía a esa gente que discurre desde el alma primigenia en la esencialidad gregoriana del canto, a la cadencia del cántico tejido por trenos inefables.

¡Oh, amada Popayán de piedra pensativa....!

Por Belisario Betancur
Bogotá, octubre de 2006

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