domingo, octubre 14, 2007

Balada de colegio

Por: Juan Carlos Pino Correa

Me emociona recordar que yo estudié allí, en aquel colegio que, según he leído en El Liberal, celebra ahora 55 años pero que ya no se llama como en mis tiempos.
Estudié allí y no puedo olvidar que hasta el largo túnel penumbroso ubicado entre las aulas me perseguían los temores de niño pueblerino y que hacían que a veces me ensimismara cuando era el momento para un derroche de locuacidad que, por supuesto, yo no tenía.
No hacía mucho había llegado a Popayán y me parecía fascinante que mi mundo cambiara ya que la ruptura parecía entrañar otro horizonte esplendoroso cubriendo las calles, las casas y los espacios por recorrer. Antes, en mi Almaguer natal siempre había pensado que una ciudad era todas las ciudades y que estaba colmada de magia, dulzura y esperanza, más que de dolor. Ingenuo yo. En esas circunstancias, ir al colegio (a la Normal de Varones, decíamos entonces), era como una apasionante aventura diaria que se iniciaba en la Plaza de Toros con la proeza de colgarse del abarrotado bus ruta dos (Chuni, o Chuny, o Chune, rezaban indistintamente los letreros) y en el que iban también las estudiantes de la Normal de Señoritas. Mientras duraba el apretujón (y eso ocurría hasta dos paraderos más allá, donde ellas se bajaban) todo valía la pena: miradas coquetas, fugaces charlas, saludos cómplices, sonrisas que incubaban un noviazgo inminente.
Las clases las recuerdo como el escenario feliz para desmitificar el mundo: Osorio mostrando los caminos de la filosofía, o Tarcisio, Henry y Roger haciéndonos devanar los sesos con las matemáticas. Y muchos más. A menudo también despertábamos la ira del profesor Gaviria, rector grave y serio, o las sonrisas del “vice” Ruperto Lasso, pero ambas eran travesuras apenas. La práctica docente era cuento aparte, unas veces satisfactoria y otras dolorosa, colgada de los trasnochos por la preparación de clase o la elaboración de carteleras para enfrentar en la mañana siguiente a esas fieras siempre indomables, siempre distraídas y siempre bulliciosas que eran los niños de la Anexa o de La María.
En aquel colegio me enteré del Nobel de García Márquez, un jueves de octubre, y allí viví muchos de los cambios que trajo el terremoto del 83. La ciudad crecía. Y yo también. Entonces me distraje en clase pensando en alguna adolescente que me halagaba con su cariño o me hería con su desamor, mientras por la calle quinta trasegaban fantasmas extraviados, tristes o derrotados ante inclemencias ignotas.
Luego el tiempo pasa y uno no vuelve para no convocar nostalgias. Hoy, el colegio ya no es el mismo, pero me alegra saber que sigue ahí, como un faro de luz en el occidente de la ciudad y como una puerta abierta hacia nuevos mundos.

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