POR: Marco Antonio Valencia Calle
Inicia el 6 de septimbre el Congreso
Gastronómico de Popayán. Magnífica oportunidad para seguir mostrándole a
propios y extraños, que esta ciudad se precia de saber guardar la memoria
histórica local, que a su tiempo es la memoria intelectual y política del país.
Una oportunidad más para contarle a todo el mundo que un pequeño sector de la
ciudad, que es el centro histórico o colonial, tiene entre sus calles, museos,
casonas e iglesias, la grandeza, los
conflictos, las preguntas y el patrimonio material e inmaterial más valioso de
Colombia entera.
Tener un Congreso con asistencia
nacional e internacional, sirve para seguir posicionando la ciudad en el mapa,
para generar recursos a unas empresas cuyas ganancias luego circulan a otros
sectores de la economía, para proyectar a la ciudad y su gente en el panorama
intelectual del país, para pensar que, si podemos hacer un congreso de
gastronomía de la talla y altura como el que tenemos, también podríamos ser la
sede de cientos de congresos en sectores como la medicina, el derecho, la
ecología, la ingeniería, el periodismo, la literatura, etc. (Allí esa el
negocio buscando emprendedores)
Recuerdo que en mi visita a Cuba
el guía de turismo me dijo que si bien en la Habana no había pozos de petróleo,
tenían turistas todos los días durante todo el año generando chorros de dinero
gracias a los congresos que se organizaban en todas las áreas del conocimiento.
Y cuando le pregunté por esos edificios viejos que parecía se iban a caer, me
dijo que los podía ver como un lunar de la
revolución o como ruinas históricas que hablaban por sí solas de la grandeza del
alma cubana, pero que gracias a ellas, venían más turistas, y más turistas era
más dinero, y más dinero era menos pobreza.
El Congreso Gastronómico de
Popayán es una maravilla en todos los sentidos. No solo porque trae turismo,
sino porque sus organizadores se han empeñado en rescatar, escribir y
posicionar la comida local y regional para proyectarla en el mundo. Gracias a
este Congreso, nos dimos cuenta que los productos de nuestra tierra, que las
comidas de nuestras cocinas, que las microempresas de nuestra ciudad, tiene
sabores diferenciales, son interesantes y pueden generan recursos. Gracias a este Congreso, la comida
internacional ha llegado a nuestros paladares y nuestros restaurantes, y está motivando
la cultura en la ciudad por el comer bien, comer rico, comer mejor.
Entre todas las maravillas del
Congreso, me llama la atención que se le dio dignidad al oficio de cocinar.
Ahora mucha gente estudia cocina y quiere ser chef, algo impensable años atrás,
cuando algunos creían, equivocadamente, que ser cocinero era pertenecer a la última
escala social de los oficios.
Es por eso, que desde esta
columna quiero pedirle al ingeniero Guillermo Alberto González y a su gran equipo
de gestores de la Corporación Gastronómica, que el próximo año le rindan un
homenaje a las cocineras colombianas. Que las inviten y les hagan un
reconocimiento nacional –y único en el mundo, tal vez-. Me refiero a esa tropa
de cocineras invisibilizadas que
trabajan en casas de familia, las que cocinan en los restaurantes escolares,
las cafeterías de oficina, las cárceles, los hospitales, los ancianatos, los
cuarteles; a las cocineras de todos los días, de todas partes que sin grandes
títulos ni estudios ni sueldos exorbitantes hacen ingentes esfuerzos para que
todos podamos alimentarnos. Un
reconocimiento público a esos seres invisibles que trabajan en el último rincón
de la casa, para satisfacer la primera necesidad de los humanos: alimentarse
bien.
MIENTRAS TANTO: Siguen los indigentes de la ciudad sin recibir la ayuda
del Estado, ni ver la caridad de los católicos, evangélicos o cristianos de las
decenas de iglesias que tenemos. Mucha misa, mucha Biblia, mucho discurso de
cambio, pero a la hora de mostrar piedad, solidaridad, amistad, servicio
social, compromiso con la comunidad, nada. Los desamparados habitantes de la calle,
siguen vivos de milagro ante la mirada indiferente de sus semejantes.