POR:Marco Antonio Valencia Calle
Una veinteañera pasea con su
madre por el parque, justo por el lugar donde Sebastián de Belalcázar -enceguecido
de celos- hizo decapitar el gobernador Jorge Robledo. Muy cerca donde hoy está
la estatua de un sabio de los años de la colonia del que algunos sospechaban
era gay porque su vida privada fue privada y no se le conocían amores; allí
mismo donde un joven del sur del Cauca prendió una grabadora, puso a sonar
salsa y bailó hasta que algunas personas le dieron suficientes monedas para
comprarse un pasaje a Cali en busca de su aeropuerto internacional y así poder
escaparse del aburrimiento que lo mataba como cáncer en esta ciudad de gente
cada vez más extraña y más violenta, y donde ya impera el arroz chino y el todo
a mil de productos chinos.
La mujer veinteañera es bonita
pero mucho más bonita es su madre que camina con glamour forrada en un vestido
rojo hasta las rodillas, zapatos limpios y tacones sin gastar. La joven en cambio, va tan mal vestida y encorvada,
que parece más vieja que su madre; va tan desaliñada que si bien muchos la
miran, no lo hacen con admiración, sino con lástima. Madre e hija se parecen,
ambas han tenido malos amores y dolores de cabeza los días de luna llena. Ambas
tienen las cejas que identifican a los miembros de su familia hace ya muchas
generaciones. Ambas saben coser y cocer.
La madre, una mujer que
cualquiera podría llamar vieja no lo es, lleva en su sonrisa el privilegio de unos
dientes blancos y el mentón alzado en actitud de reina; y en cada movimiento se
le nota elegancia y buenas maneras. En cambio, la hija, más estudiada y con la
mitad de los años de su madre, se le nota dejada, aburrida y perezosa. Su
cuerpo mofletudo, su caminar cansado, su vestir desaliñado, sus crespos sin
peinar no dejan nada bueno a la imaginación para desear. “Una vieja de esas que
se les nota la falta de actitud para vivir”.
Un mendigo negro y mudo que
camina sujetándose los pantalones, sucio y mal oliente, con mocos verdes sobre
barba y labios se les atraviesa para pedirles dinero. El hombre espanta, huele
a diablos, estira la mano para tocar a las mujeres en busca de una moneda. Es
un mendigo que se la pasa entrando a las iglesias para envenenar el ambiente con
sus malos olores, su hambre y su pobreza, hasta que alguien, superando los
miedos lo toma de un brazo y lo saca con el silencio cómplice del sacerdote o
el pastor de turno.
La veinteañera al ver al
indigente grita, salta a un lado y escupe de asco diciendo pendejadas con su
boca, pensando pendejadas en su mente, alborotando pendejadas en su corazón. En
cambio la señora, la del caminar de reina y ademanes de reina se para, busca en
su cartera un billete y se lo pasa al mendigo con una sonrisa. El hombre sin
agradecer sigue su camino. Las mujeres comienzan a trenzar una discusión que
les dura la travesía del parque, y hasta dos semanas más.
-Qué tal -le dice la madre a su
hija-, que ese hombre negro, mudo, enfermo, indigente y maloliente… fuera un
ángel o el mismo Dios que se asoma a las iglesias, y se pasea por las calles de
esta ciudad de púlpitos con fama de religiosa, de Jerusalén de América, para
conocer la clase de caridad de los que nos decimos cristianos, para ver la
solidaridad de los que se dicen humanistas, para ver de frente la indulgencia,
la sensibilidad de los que se dicen estudiados y desean, de labios para afuera,
un mundo mejor. Qué tal mija, que ese negro fuera Dios mismo viéndonos rezar de
rodillas oraciones milenarias, pero que en la misma iglesia le hacemos el feo
al prójimo necesitado, y lo peor, es que ni siquiera levantamos un dedo para
ayudarlo.
Pero la hija, que ha estudiado
tanto en las mejores universidades de la ciudad su pregrado y sus postgrados,
al punto que se viste como una intelectual haragana de primera línea que
desdeña las buenas maneras, el buen vestir y la cortesía, no entiende el
significado de las palabras: humanista, indulgencia, solidaridad, sensibilidad…